Constante Traverso camina mientras muestra partes de la casona y las vincula a hitos históricos. Detrás de él, el patio colonial de la Casona Huerto O’Donovan –nombre que pronuncia con la solemnidad del caso– revela su geometría perfecta: corredores imponentes, un zaguán que desemboca en un jardín encantador y lleno de vida y columnas que sostienen no solo techos sino también dos siglos y medio de memorias de nuestra historia.
“Las primeras construcciones datan de fines del siglo XVIII”, dice Traverso, y su voz resuena contra los muros que vieron nacer a Ricardo O’Donovan Córdova, el futuro teniente coronel que moriría junto a Bolognesi en el Morro de Arica. La casa guardó desde entonces una particularidad que el destino parece haber bordado con precisión: O’Donovan era diputado por La Libertad, exactamente como Miguel Grau lo era por Piura. Dos parlamentarios, dos héroes, una guerra que los convertiría en leyenda.
Cuando Chile declaró la guerra, ambos pidieron abandonar sus escaños para empuñar las armas. Grau navegó hacia la inmortalidad en Angamos; O’Donovan marchó hacia Arica, donde ejerció como jefe de Estado Mayor hasta que una herida en batalla lo dejó a merced de las bayonetas enemigas. Se negó a rendirse. Lo ultimaron en el acto.
La Guerra del Pacífico marca el primer gran cambio de inquilinos en la casona. Tras la muerte del héroe, los aposentos acogieron a Luis Albrecht, un alemán propietario de la hacienda Casa Grande que, después de pagar el cupo impuesto por los ocupantes chilenos, perdió su fortuna y vendió la hacienda a la familia Gildemeister. Albrecht, de señor de ingenio a inquilino de adobe, ilustra cómo la guerra redistribuyó no solo territorios sino también destinos.
El siglo XX trajo a los Herrera, quienes hipotecaron la propiedad al Banco Italiano. Cuando no pudieron pagar, la Sociedad de Beneficencia de Trujillo intervino y compró la casona, regalando además cinco mil metros a la Universidad Nacional de Trujillo, levantó un condominio para rentas y preservó el edificio principal para usos culturales.


En 2014, Traverso –empresario, exmilitante de izquierda y periodista– asumió la custodia del inmueble y emprendió una restauración que devolvió a los salones su esplendor original.
“Queremos ponerla al servicio de la cultura”, explica Traverso, cuya gestión ha convertido el lugar en punto de encuentro de la intelectualidad trujillana. Fernando de Szyszlo colgó aquí sus cuadros; Jorge del Castillo, Lourdes Flores y Yehude Simon han dado conferencias entre esos muros.
Hoy la casona opera bajo dos marcas: el Centro Cultural Constante Traverso Lombardi, dedicado a eventos académicos, y la Casona Traverso, orientada hacia celebraciones comerciales. En la entrada, San Valentín –patrono de los enamorados– preside desde un retablo que Canndy Ciudad, directora del espacio, señala como una de las piezas más valiosas de la colección de muebles y pinturas que se exhibe a los visitantes ilustres.
Traverso aspira a convertir la casona en atractivo turístico que supere la superficialidad, mostrando la historia auténtica de Trujillo y la belleza de su arquitectura colonial. En esta cruzada patrimonial, impulsa iniciativas para restaurar otros espacios históricos del centro, entendiendo que cada edificio colonial es un capítulo irreemplazable de la historia urbana.
La Casona Traverso, a metros de la Plaza de Armas, funciona como laboratorio donde pasado y presente se experimentan juntos. Aquí la historia no se contempla: se vive, se discute, se transforma.
Las tardes trujillanas se filtran por los vitrales coloniales mientras Traverso planifica la próxima exposición. Afuera, la ciudad moderna continúa su ritmo; adentro, la casona sigue siendo lo que siempre fue: un lugar donde la historia se sigue escribiendo, pero esta vez con el propósito de llegar a más personas.




