Según el diccionario de Oxford, la dictadura es el “régimen político en el que una sola persona gobierna con poder total, sin someterse a ningún tipo de limitaciones y con la facultad de promulgar y modificar leyes a su voluntad”.
Ojo, una sola persona. Otras definiciones admiten que la concentración de poderes puede darse en un grupo reducido de líderes.
Por eso llama tanto la atención la actual ligereza con la que se habla de la “dictadura parlamentaria” peruana. El concepto como tal es muy restringido en la politología y las contadas veces que aparece se refiere a la “dictadura electiva”, acuñada en 1976 por el excanciller británico Lord Hailsham para referirse a un parlamento dominado por el gobierno de la época a partir del resultado de las urnas.
El Perú ha sido siempre innovador en materia de deformaciones políticas. Velasco encabezó una dictadura militar con acento de izquierda cuando el resto de la región padecía gobiernos con las botas que pisaban por la recontraderecha. Fujimori inauguró un modelo de dictablanda que hasta inspiró al primer Hugo Chávez en su captura de las instituciones de su país (por cierto, esta revista muy crítica siempre miró con sospecha la aplicación del término “dictadura” para caracterizar su variante autoritaria).
Los años recientes vieron las caóticas consecuencias del desacople entre Parlamento y Ejecutivo en nuestro peculiar modelo híbrido de presidencialismo con implantes legislativos. Cuatro presidentes en el período 16-21 así lo confirman. Pero entonces sí hubo, al menos al principio, una completa e implacable mayoría fujimorista.
En el último tramo fue Pedro Castillo quien se autoeyectó en una jugada digna de sus capacidades. Porque nada indica que esa tarde del 7 de diciembre el Congreso lo fuera a vacar. El pánico al verse descubierto en sus fechorías selló su suerte.
Lo de ahora no puede llamarse dictadura. Tiene de caos, de degradación cívica, de la captura de parte del Estado por intereses subalternos y de un cuestionable entendimiento entre Ejecutivo y Legislativo. Un desorden que es la antítesis de una dictadura.
Los ajustes de cuentas políticos impulsan la intención del Congreso de bajarle la llanta a la separación de poderes. Justifican el posible descabezamiento total de la Junta Nacional de Justicia por un supuesto origen caviar y “vizcarrista”. Pero la comunidad internacional y las embajadas de países democráticos piensan muy diferente. Si a ese recelo se suma los favores judiciales que buscan personajes como Vladimir Cerrón y Keiko Fujimori, el resultado en la percepción pública será muy negativo. Los golpes de mano de un Congreso tan rechazado pueden terminar mal. Que lo recuerde sino Manuel Merino.
¿Puede pensarse, sin embargo, que las autoridades actuales tendrán la capacidad de perpetuarse a partir de la captura de las instituciones? Es prácticamente imposible.
El gobierno, mientras tanto, languidece en su falta de propuestas y una falsa dependencia del Congreso. Porque, así como no vacaron a Castillo, menos van a vacar a Dina Boluarte sin una sucesión constitucional que les permita terminar su mandato el 26. Solo le queda el riesgo del último año, cuando el Congreso no se puede cerrar.
Quizá con un premier menos distraído por sus embarazosas contrataciones, la inexperimentada presidenta podría plantear una agenda más promotora y optimista. Las últimas cifras de la Economía confirman el escaso entusiasmo del sector privado.
Y solo un terrible recordatorio final sobre el concepto de Lord Hailsham: la gente votó por esto.