Como un Tomahawk añejo, lo de Casa Colina se caía de maduro. Los amantes de la carne en la capital se acostumbraron a un circuito parrillero surtido por el mismo tipo de proveedor de cortes importados -estadounidenses en la mayoría de los casos- con la consecuente carta de vinos por lo general argentinos, chilenos y españoles. Suculento, parecido y caro.
Este restaurante surquillano emplazado en la calle Santa Rosa -alrededores del Mercado #1 en lo que va camino en una nueva versión de la calle La Mar- ofrece una propuesta de parrilla peruana donde el comensal es recibido por una barra que tiene detrás un orgulloso muestrario de vinos, todos y cada uno de departamentos como Ica, Tacna, Arequipa y Moquegua.
Paul Murphy tiene una larga experiencia en restaurantes de Nantucket, destino isleño top de su Boston natal. En esas conoció a su hoy esposa peruana y aquí recaló hace 15 años, sin muchas intenciones de volver a involucrarse en los negocios de fogones y delantales. A menos que fuera propio.
Contaba con este viejo local como depósito de artículos importados de línea blanca y cocina. Pero en conversa con su ahora socio, el joven y sociable Juan José Mariátegui, se asentó la idea de que aquí estaba la semilla de algo más. Así lo atestigua la personalidad del arco que atraviesa el actual salón principal. También la encantadora barra, esa sí recientemente construida, que se enfrenta a la cocina abierta. Su diseño y los toques artísticos del local son creación de Weninger Inuma, el tercer actor de esta historia.
El concepto no fue diseñado sino, como cuentan los socios, llegaron a él de modo orgánico. Lo que significa que antes pasaron por varios trompicones. La idea previa fue la de una anticuchería contemporánea -clásico de corazón, pollo y vegetariano a elección- y después de un tiempo la caja les indicó que la cosa no funcionaba del todo. Se quedaron algunas de las guarniciones, como las papas rellenas, el choclo con queso y las tortitas ídem de reminiscencias norteñas. Chimichurris y ajíes terminan de degustar el perfil.
Un encuentro posterior con el equipo de Perú Vino liderado por Pedro Cuenca -antes mencionado en estas páginas- terminó en la tienda de vinos a la entrada y el inevitable maridaje con la carta. Hay ahí una veta por explorar. Ya sorprenden tintos de pequeñas producciones en varias regiones, y aquí los tienen prácticamente todos, pero el potencial peruano vuela en rosados, que según el caso pueden empatar perfecto con la bondiola de la parrilla, las hamburguesas y las opciones de pastas ofrecidas en una carta ni muy corta ni muy larga.
“Queremos destacar la experiencia alrededor del matrimonio del vino peruano, la cultura peruana, los sabores y los ingredientes”, resume Paul.
Emparejar carne y vino es el servinacuy gastronómico por excelencia. El canon profesa que el vino tinto es rico en taninos, que a su vez reaccionan a la proteína de las carnes rojas. Según los expertos, esta reduce los taninos y el vino aligera la pesadez del corte. Otros especialistas concluyen que por ahí no va la cosa. Unos dicen que el vino se entiende con la sal de la carne (y ahí se abre otra discusión, si es mejor salarla antes, después o durante sobre el fuego) y los de la tercera vía aseguran que lo que determina la relación es el método de cocción y las salsas. A diferencia de la aburrida polarización política, este debate merece ser librado de modo literalmente encarnizado y nacionalista. Aquí una sede para la jugosa discusión.