En el 217 de la calle San Francisco, en el Centro Histórico de Arequipa, está Kao. Kent Zúñiga no volvió con una mochila llena de recetas, sino con la convicción de saber qué cosas ya no quería hacer. Había pasado años cocinando fuera: Australia, Tailandia, y sobre todo Barcelona, donde la técnica se vuelve casi una religión. Pero fue un amigo del colegio quien lo empujó a regresar. Le propuso abrir algo suyo, sin traducciones.
La casona en San Francisco tiene pisos de madera y un aire contenido, casi mudo. Kao no grita. Se deja entender plato a plato. La carta está estructurada como un recorrido, con nombres que parecen capítulos. Pero más allá del diseño, lo que hay es una cocina honesta, rigurosa, y profundamente conectada con Arequipa, sin necesidad de pintarse de folklórica.
La comida comienza suave, sin pirotecnia: Illay Noodles, fideos con mantequilla de maní y setas andinas. Hay calidez, un sabor redondo, como si uno regresara a algo conocido pero delicioso. Luego, el Kao Sorbet, con pepinillo, piña, hierba luisa y agua mineral de origen volcánico. Es un paso que ordena, que me recuerda que no he venido a comer rápido.

Kent trabaja con lo que tiene cerca. No lo dice en voz alta, pero ahí está el detalle. Usa, por ejemplo, lo que las picanterías desechan, los restos del rocoto. Con eso hace un togarashi seco, oscuro, que espolvorea sobre algunos platos. No es condimento, es idea. Una forma de hilar.
El Satay Nung, pulpo con ají amarillo, muña y papas nativas, es un plato que podría haber salido de Bangkok o del campo arequipeño. No se define por una sola geografía. La muña aparece de pronto como algo que faltaba: ese verde intenso que limpia y persiste.
Después, el Taku-Ha, cerdo confitado, frejol, salsa BBQ thai, chalaquita. Ahí están la grasa, el ácido, el dulzor, el fuego, pero sin alardes. El cerdo se deshace y no cansa. La chalaquita cortada a cuchillo, tan perfecta que es como un paréntesis fresco entre bocados.

De los postres, uno intenta quedarse con todos, pero no se puede. El Cheesecake de albahaca es preciso. El Q’ello Phuyu, en cambio, me encantó. Chocolate blanco, piña, pisco quebranta, espuma de mango. Lo comí lento. La cucharita sonaba apenas contra el plato. Lloré. Disfrutar de estos postres fue como si en ese momento entendiera algo que no se puede explicar con palabras. Detrás de cada paso, hay una cocina que respira ritmo y precisión. La lidera la chef Alisson Villanueva, que no solo ejecuta, sino sostiene el equilibrio del menú. Es una cocina abierta. Cada movimiento, cada gesto, cada plato montado, puede ser visto. Por eso el equipo trabaja con una concentración extrema, casi de escenario. Alisson entiende el lenguaje de Kent y lo traduce con rigor.
La de Kao es una cocina joven, entrenada en el detalle. Lo que se siente en sala es el resultado de un equipo que trabaja en línea, sin protagonismos. La consistencia no es casual: se nota que hay orden, escucha, respeto por el tiempo y por el producto.
A Kent lo veo quedándose en Perú, no para volverse personaje, sino para seguir afinando. Su cocina todavía está creciendo, y eso es lo más interesante. No quiere ser vocero de nada. Solo quiere cocinar mejor. Y si sigue por ese camino, lo que viene no solo será fama, será respeto del que dura. Ir por ahí comiendo me está ensañando a reconocer cuándo una experiencia no solo alimenta. Kao no se puede explicar. Se debe visitar. Por eso digo: si uno quiere entender por qué vale la pena viajar para comer, Arequipa tiene la respuesta.
