Por: Rubén Quiroz Ávila
Esta puesta interdisciplinaria explora la condición humana en un mundo despersonalizado, abrumado, donde el individuo es un engranaje intercambiable, aplastado por las circunstancias que no termina de comprender y que sofoca toda posibilidad de poetizar los acontecimientos en los que lenta e inmisericordemente se ha envuelto. Bajo una delirante metáfora de unas aves que cantan ensordecidas por su propia vanidad y que, a la vez, confirman en cada entonación la imposibilidad de alzar vuelo. Por eso su canto es triste, avergonzado, destilado de redundancia. Los gallos, como se plantea aquí, no cantan, lanzan un grito absoluto, infructuoso, inhumano, en un silencio excesivo, tenebroso, pantanoso.
Así, lo que vemos es una caterva fantasmal, de imposibilidades, de una demasía de querer ser lo que no se es ni se puede ser, solo personajes controlados por una maquinaria metafísica, que atisba los abismos de la nada que nos va corroyendo en cada respiración, con un compás tétrico y cotidiano, imparable. Nadie puede escapar de esa gran prisión de deshumanización, totalidad kafkiana de tanto dar vueltas sobre la irracionalidad, en la que cualquier emoción es puramente ficcional, ni siquiera es una versión onírica, sino su contraparte por su excesivo hiperrealismo. Como un revés del sueño por la sobreabundancia de la realidad. Envuelto en capas sonoras, en distorsiones melódicas que abren dimensiones auditivas de la percepción, la música es un personaje más, uno que participa para quebrar las existencias endebles, torcidas, atacadas por sí mismas. El sonido lanzado como incidencia, desorganizando la corporeidad, mostrando la forma del padecimiento. Es que estamos exponencialmente solos, sin oportunidad, sin sucesos factibles, en condiciones inaudibles, sin especificidad, vencidos.
De ese modo, más se acerca a un exorcismo colectivo, a un intento, vano es verdad, de sanación comunitaria, más por el dolor contenido en los cuerpos que danzan desde su contradicción y que operan su conciencia con sus propias extremidades revueltas, en trance antagónico, dual en tanto alma y cuerpo intrincados, incoherentes, que giran sobre los otros y que, a su vez, cual círculos concéntricos, van dando vueltas discordantes, como un espiral que no tiene inicio ni fin. Así conviven muchos planos escénicos, en que los actores no resisten a una visión del director que ha trasladado a las tablas la enajenación y el despiste del ser humano contemporáneo.
Panfichi y Vergara establecen, a través de esta ceremonia escénica, una posición del modo de estar en un estado cercano a la suspensión existencial, en la que los vínculos están totalmente rotos, destazados, fragmentados por su propia limitación, han estallado en añicos y, al fin y cabo, solo recogemos los breves destellos, oscuros, imprecisos, de lo que quisimos ser, pero no fuimos.
Una creación de Italo Panfichi y Mónica Vergara
Actúan: Robert Julca, Lourdes Saénz, Mauricio Coronado, Ivana Zegarra y Mónica Vergara, con música original en vivo de Julio Flores Alberca.
Lugar: CAFAE, Av. Arequipa 2985, San Isidro