Por: Ricardo González Vigil
Vivir abajo, de Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966) quedó como finalista de la Bienal de 2019 del premio de novela Mario Vargas Llosa. Debió ganar ese prestigioso certamen internacional, porque superaba en méritos literarios a las otras obras seleccionadas. Significaba la maduración de un autor en todo el sentido de la palabra, con un universo creador intransferible, hondo y perturbador, con personajes y temas obsesivos, en erupción recurrente y proliferante de novela en novela, inaugurado consistentemente con El anticuario (2010) y desplegado magistralmente en la narración extensa y totalizante que es Vivir abajo.
Y ahora Faverón Patriau nos asombra con una tercera entrega de envergadura: Minimosca (Peisa, 691 pp). Estamos ante un universo creador que se yergue como la cumbre de la narrativa de horror (tanática) de la literatura peruana. A nivel hispanoamericano, se suma a los mayores cultores de lo abominable y lo monstruoso, patológicamente tanáticos: los chilenos José Donoso y Roberto Bolaño (el de 2066), el argentino Ernesto Sábato (ejemplo de tres novelas conectadas entre sí, como círculos concéntricos) y el mexicano Juan Rulfo, autores que van más allá de los géneros narrativos al uso, el gótico y el thriller.
Víctimas atormentadas del lado oscuro de la existencia, de “lo ciego y lo fatal” (poema “Líneas” de César Vallejo), poseen una afinidad central con voces supremas de la tradición literaria: los trágicos griegos, el Infierno de Dante, las tragedias de Shakespeare y, más cercanos a su desazón contemporánea, Dostoievski, Melville y Kafka.
De hecho, en Minimosca se menciona varias veces a Melville; resaltemos cómo sostiene que la desolación nihilista de su genial personaje Bartleby es “la historia de la humanidad” (p. 309). Actúan como personajes referencias mayúsculas (Marcel Duchamp, Allen Ginsberg, Martin Adán, Juan Rulfo y Jaime Sáenz, entre las más destacables), y se otorga relieve a Thomas Browne (las siete partes de Minimosca enarbolan la misma cita de Browne como epígrafe, varios personajes lo leen con unción y uno de ellos es denominado Sir Thomas Browne), ese escritor obsesionado con la omnipresencia de la muerte al que elogió Borges (prolijo represor y sublimador de los impulsos tanáticos, al que estudia fervorosamente el extraordinario crítico literario que también es Faverón Patriau) como “el mayor prosista de la lengua inglesa” (destemplada provocación de Borges, ya que ese cetro le corresponde, sin duda, a Joyce). No obstante, la más poderosa conexión es con el citado Vallejo.
Veamos: ante el imperio del dolor y de la muerte, Vallejo esgrime el disparate dadaísta y el discurrir dislocado de la demencia: Trilce XIV: “Absurdo / Demencia”; LXXII: ante el sufrimiento, “tengo pues derecho (…) a meter la pata y a la risa”; las narraciones de Escalas y la dialéctica desconcertante de Contra el secreto profesional y Poemas humanos, poemario del que Faverón Patriau elige como motivo recurrente “Los nueve monstruos”. De otro lado, Minimosca aborda la dualidad escindida (luz y tinieblas: Dr. Jekill y Mr. Hyde, de Stevenson) del ser humano y la idea de que tenemos un doble; cuestiones ritualizadas por Vallejo en el cuento “Mirtho” (Escalas), la novela corta Fabla salvaje y el esbozo teatral Charlot contra Chaplin. Más aún: el eje temático de Minimosca constituye la máxima aberración antinatural: padres que matan, violan y/o torturan a sus hijos. Nos conduce a lo más oscuro de Vallejo (aclaremos que su parte luminosa termina imponiéndose para celebrar a la vida, haciendo que la solidaridad mate a la muerte): no querer tener hijos, hacer abortar a sus parejas. Resulta inolvidable cómo Minimosca propone que el rostro del conde Ugolino, el padre caníbal, en la escultura “Ugolino y sus hijos”, de Jean-Baptiste Carpeaux, se le revela a Vallejo un doble de su rostro.