Por: RUBÉN QUIROZ
Althaus es una excelente directora y dramaturga peruana de quien hemos visto varias de sus propuestas con la expectativa de quien sabe que dará un giro reflexivo, y en claves éticas comprometidas, incluso catárticas. Bajo esa premisa de transformar los materiales escriturales en oportunidades de introspección nacional es que se ha ido moviendo en esa reconversión de las historias. Sin embargo, esta vez nos presenta una puesta fallida.
Aunque el clásico de Chéjov sea el trampolín, la escenificación se ha disparado a tal nivel que se ha vuelto irreconocible por la apremiada pretensión de incorporarla a la historia local. El concepto de contextualización con nuestros propios quiebres epocales en que los rezagos feudales se resistieron al avance de una redistribución de la propiedad, se extravía en el diseño de una narrativa que pretende contarlo todo con diversos tipos escénicos que saturan y dispersan la claridad. Entonces, se enmaraña al punto de desactivar justamente la característica del teatro de Althaus, que es su profunda crítica social y su honda e implacable revisión de los nudos gordianos que imposibilitan nuestra convivencia como peruanos.
En esa aventura exploratoria por las brechas sociales, los personajes quedan diseñados como estereotipos subordinados a una visión de cliché y no como canales de intensa tensión frente a las abrumadoras circunstancias históricas. Todo funciona más como un melodrama latinoamericano en el que los ricos lloran y pierden, la emprendedora de origen andino triunfa y hace un ajuste de cuentas con los antiguos opresores de sus padres, el viejo mayordomo quechuahablante es planteado como un pachamamista milenarista que espera el cambio con designios naturales.
En medio de esa confrontación inverosímil suceden secuencias de canto y baile que convierten a la obra en un galimatías alucinante y que termina por aniquilar el eje escénico, cuya razón dramática habitual solía ser un drama de enérgicas pulsiones y cavilaciones inevitables. En ese intento de conectar con la contemporaneidad, con una hiperbólica e incomprensible intromisión de géneros urbanos y redes sociales, se diluye cualquier atisbo de regresar a la premisa mordaz chejoviana. Es decir, desaparece el intento de cuestionar reflexivamente el orden social para acercarse a un ejercicio de hipótesis escénicas no relacionadas entre sí. Un laberinto tragicómico y con capas de escenas que se montan unas sobre otras sin su poder disolvente y sin corrosión social.
Así, uno sale del teatro absolutamente desconcertado, pasmado por la entusiasta incoherencia escenificada, en la que la preocupación ya no solo es por el rumbo tomado en las tablas, sino por la ruta que seguirá una de nuestras más reconocidas y valiosas autoras.
