Tarde a la peruana

por Edgar Mandujano

Nunca hubo competencia, tampoco rivalidad dentro ni fuera del ruedo. Habría que ser un iluso para pensar que podría haberla por la posición que hoy ocupa cada uno de ellos en la torería mundial.  Son peruanos y por primera vez en la historia, tenemos dos toreros de categoría que alternan en España; el sueño inalcanzable de varias generaciones de aficionados que jamás imaginaron que uno de los nuestros sería el mandón del toreo. Para mí, esta es la razón legítima y concluyente que justifica la presencia de ambos con seis toros en la feria. Que si debió ser de Pancho Fierro o goyesca, que lo uno o lo otro, son opiniones que cuando se exageran tanto, se cae en la intransigencia, que es el mal del aficionado a los toros.

La cosa es más simple. La empresa hace una oferta y si el consumidor está conforme, pasa por la taquilla. Si no gusta, no va. Y el domingo, la afición respondió llenando más de tres cuartos de plaza. Coincido en que no hay que abusar de estas fórmulas, pero tampoco criticar todo sin ver más allá de las narices.  La empresa necesita atraer público y vender más entradas para poder cubrir el descomunal piso de plaza que cobra la Beneficencia y que es la causa medular de los males que padece Acho. Si, la displicencia de la Beneficencia respecto al viejo coso, es un factor transversal que no puede eludirse al evaluar precio, toros y toreros.

Ahora bien, este mano a mano tenía antecedentes. Ambos se enfrentaron como novilleros en Acho 2014, teniendo Galdós la actuación más destacada.  Aquel día, un sector se volvió incondicional de Joaquín y arremetió ferozmente contra un bisoño Roca Rey, con críticas que más reflejaban taras de otra índole. Yo lo recuerdo bien, y también como tuvieron que tragarse sus palabras a los pocos meses, cuando Roca abrió la puerta grande de las tres plazas españolas más importantes y se perfiló como la nueva figura. Entonces, súbitamente, esos intransigentes se volvieron fervientes rocarreristas. Y el domingo pasado resurgió algo de eso, hubo un tufillo extraño en ciertos tendidos, como un rezago de aquella polarización infructuosa que pareciera aún habita en el imaginario de algunos, más no en el ruedo ni en la realidad. Todo tan peruano.

Andrés Roca Rey. Foto: Víctor Chacón.

El ganado del domingo cumplió en presentación salvo el anovillado tercero de San Pedro. En juego hubo de todo, con tres toros que embistieron con posibilidades sin ser fáciles (1°, 2° y 4°), uno de ellos muy bravo, Lúcumo, de El Olivar, que ya es candidato al Escapulario de Plata. Se lidiaron astados de cinco ganaderías, consecuencia directa de una licitación tardía de la Beneficencia que adjudicó la plaza casi en julio, cuando los encierros ya se vendieron a las provincias. Montar una feria de categoría en dos meses es casi imposible para quien sea, menos si tampoco se puede importar ganado de España. Esta es la cruda realidad que un análisis serio no puede obviar.

Toda la predisposición de Roca Rey se estrelló con el peor lote. El primero, con el hierro de San Pedro, fue uno castaño, serio y sobrado de movilidad en los primeros tercios, pero sin entrega ni concesiones. El inicio de faena clavado en la arena fue soberbio, pases por alto seguidos de series por el pitón derecho en las que el astado acudió con codicia. El animal fue perdiendo facultades hasta quedarse parado; entonces Roca Rey recurrió al toreo de cercanías, un arrimón de los que nos tiene acostumbrados lo hizo embestir, pero ya sin fuerza ni trasmisión. Culminó con un pinchazo y dos descabellos. Silencio y pitos para el toro.  

No le dejaron hacer nada con el protestado tercero de Santa Rosa de Lima, chico y anovillado, pero astifino y enrazado. Prefirió abreviar confiando en el de Paíján que aún tenía en chiqueros. Pero este resultó un manso de libro que buscó refugio cerca de toriles durante los tres tercios, y una vez en la barrera fue imposible sacarlo de allí. Intentó de todo, pero no tenía un pase. Nada que reprochar a Roca Rey que mantiene las expectativas intactas para la última corrida con el cartel más importante de la feria.

El segundo de la tarde, Lúcumo, jabonero de El Olivar, era de lio gordo, de rabo, puerta grande y escapularios. Bravo hasta por reata, por ser hijo de Lanudo, indultado en Acho por Álvaro Lorenzo. El astado mostró casta, poder y pies desde los primeros capotazos. Cumplió en varas, acometió en banderillas y peleó con codicia en la muleta. Joaquín Galdós mostró mucha voluntad y decisión de triunfar, pero no logró aprovecharlo del todo. Sin acoplarse en las primeras series que resultaron enganchadas, armó faena con tandas por el pitón derecho que fueron muy ovacionadas, pero acelerado, apretando a un toro que necesitaba más espacio y lugar. Había que mostrarlo con muletazos largos y profundos, rematados atrás de la cadera. No lo hizo así, pues le quitaba la tela en el embroque para enganchar el siguiente muletazo. Priorizó el adorno, lo efectista y accesorio, cuando la gloria se hallaba en el toreo fundamental ejecutado con rigor académico. La estocada resultó algo caída y se le concedió una oreja. El toro fue ovacionado mientras se le daba la vuelta al ruedo.

No lo vimos con la misma actitud con los toros restantes, a pesar de que ya tenía entreabierta la puerta grande. El cuarto de los Azahares no ofreció mucho en los primeros tercios. Con la muleta Galdós logró algunas series de derechazos pero sin redondear una faena que bien pudo ser porque el toro acudía y repetía. Ni lo intentó por naturales. Entró a matar rápidamente dejando una estocada caída que redujo todo a silencio.

El sexto de San Pedro fue muy deslucido, llegó defendiéndose a la muleta, suelto, sin clase ni entrega. Era muy difícil arrancarle pases y tampoco hubo mayor esfuerzo del torero. Pitos para el toro y silencio para el espada.

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