El peruano extremista: ¿a qué se debe la polarización que experimenta el país en los últimos tiempos?

El fanatismo religioso del extremismo. Fuente: OIP.

Dos plagas amenazan la vida de las personas en el mundo en este telúrico comienzo del siglo XXI: el extremismo y el fundamentalismo. Cada cual con características peculiares —el primero asociado a lo político y el segundo a lo religioso, básicamente—, pero no menos nocivas en sus métodos.

El extremismo y el fundamentalismo tienen larga data, atraviesan la historia de la Humanidad, juntos y revueltos, también por separado, pero como bien se vaticinaba en los últimos lustros del siglo pasado con miras al siguiente, la hibridez pautaría el camino en prácticamente todos los ámbitos. Y vaya que su presencia no pasó nada desapercibida: ¿a qué obedeció el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001? ¿Acaso fue un macabro acto terrorista maquinado por un desquiciado llamado Osama Bin Laden? Sí. ¿Obedeció a otro fin que no sea el de la destrucción de Occidente? También. El objetivo era la desaparición de un modelo de vida. Esta misma pregunta está sujeta a variables, incluso locales: ¿qué fue en realidad Sendero Luminoso y, por extensión, su líder Abimael Guzmán? O yendo a otros hechos traumáticos para la Humanidad: ¿acaso el Holocausto se llevó a cabo solo para desaparecer judíos?

Política y religión, salidas de sus cauces y unidas por fines comunes, son lastres que deben combatirse mediante la cultura de la tolerancia, en franco peligro de extinción gracias a lo políticamente correcto, a la inexistencia de un punto medio capaz de generar el milagro del entendimiento (ceder para avanzar). Por ejemplo, el Islam es dueño de una cultura que seduce, que invita al conocimiento, pero como bien precisa el recientemente desaparecido escritor inglés Martin Amis en El segundo avión: no puede haber consenso con una cultura cuando esta por naturaleza degrada a la mujer. No puedes estar de acuerdo con semejante “principio”. Entonces podemos colegir que cuando esta tara cultural —toda cultura tiene taras— se condimenta con propósitos políticos y religiosos, no se tarda en llegar al extremo y sus inevitables consecuencias: la aniquilación del otro si no acepta mi manera de ver la vida. Ahonda más en esta problemática la investigadora austriaca en terrorismo y extremismo Julia Ebner en La vida secreta de los extremistas. Ebner se infiltró en los grupos extremistas de Europa para conocer qué hay detrás de sus acciones, si estas obedecen o no la confusión, o si en realidad hay un componente primitivo —violencia y destrucción— que los justifica. Los resultados son alarmantes: el extremismo, a diferencia de décadas y siglos pasados, tiene hoy en Internet a su mejor canal de propaganda.

La polarización que vivimos en Perú es hija de la hibridez. La campaña electoral de Pedro Castillo se basó, en especial, en el discurso de la victimización racial —una forma cool de degradar el problema mayor de la sociedad peruana: el racismo— y en la segunda vuelta la izquierda hizo suya esa propuesta porque había que evitar que Keiko Fujimori llegue a Palacio. La izquierda ganó, pero durante la gestión castillista no fiscalizó. Mientras tanto, la derecha, herida porque se creía estafada, vino fortaleciendo un odio hacia todo lo relacionado a la izquierda (¿qué es el terruqueo fácil?), hasta que se le presentó la oportunidad de oro, obra y gracia de Castillo y su autogolpe de Estado. La derecha volvió al poder con la intención de recuperar todo lo que la izquierda le quitó. En esta dinámica, hay tanto de política y religión (asumiendo esta última desde la visión moral), que en su grado más bajo cobró la vida de más de 50 peruanos entre finales 2022 e inicios de 2023. Pero lo macabro del asunto es que los muertos fueron llorados por partes: los de la izquierda y los de la derecha.

Así funciona el extremismo (y su variante el fundamentalismo): es básico en todo el sentido de la palabra. Hace que hombres y mujeres —no importa la formación, la profesión y el oficio— caigan en el agujero negro de la estupidez práctica: la ley del caballazo, que no es propiedad exclusiva de la derecha (urge memoria en esta era virtual), sino también de la izquierda, solo que esta es hipócrita y silenciosa, mientras que la primera bruta y achorada.

En un país en el que no se lee, en donde el modelo económico impulsa a la gente a vivir para trabajar, el extremismo encuentra una cantera por aprovechar, y en este escenario ni la derecha ni la izquierda —otra vez: así de básico es el extremismo— son las heroínas de la película, al menos no sus actuales representantes que van tras el borrado del contrincante, a quien consideran inmoral por no pensar como ellos y cuyas normas de convivencia resultan inaceptables.

Cuando a una persona de la calle se le pregunta por la situación del país, el desinterés en el tema es patente. Cualquiera diría que se trata de un sano acto de independencia personal, pero no es así, porque eso es lo que busca el extremismo: gente desconectada del acontecer peruano para que, en el momento dado, sea presa de un discurso de odio jurásico que termina sacando lo peor de uno.

(Gabriel Ruiz Ortega).

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