En Sudamérica, la Amazonía noroccidental se abre como un territorio inmenso que une a seis países: Brasil, Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú. Allí se concentra más del 60% de los bosques de toda la cuenca, un pulmón verde que hoy enfrenta un momento crítico. Un reciente informe de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), Amazonía en disputa: seguridad climática y conflictos socioambientales, lo describe así: “es un territorio en disputa por múltiples razones interrelacionadas que van desde intereses económicos y geopolíticos hasta dinámicas criminales, tensiones sociales y desafíos ambientales”.
La Amazonía es mucho más que un bosque inmenso. Es una pieza clave para mantener el clima del planeta en equilibrio. Sus ríos guardan agua que alimenta otras regiones y sus árboles almacenan carbono que ayuda a frenar el calentamiento global. Pero esa función vital está en riesgo. El informe advierte que el crimen organizado “se ha convertido en uno de los principales aceleradores del punto de no retorno de la Amazonía”.
¿Qué significa? Que actividades como la tala ilegal, la minería y el narcotráfico avanzan sobre el bosque, lo destruyen y, al mismo tiempo, desatan violencia. Dos amenazas que se refuerzan y empujan a la selva hacia una crisis sin freno.

Deforestación acelerada y actores ilegales
Según datos de Global Forest Watch, entre 2001 y 2023, la región perdió más de 14,7 millones de hectáreas de bosque, un territorio tan grande como Honduras. “La deforestación en la Amazonía noroccidental es uno de los signos más notorios de los impactos de las distintas actividades legales e ilegales que se vienen desarrollando en esta zona geográfica”, se lee en el documento.
Perú, por ejemplo, registró la pérdida de 3,9 millones de hectáreas en ese periodo, con Loreto como uno de los departamentos más afectados. Colombia no está lejos, con más de 2,2 millones de hectáreas deforestadas. Brasil, por su parte, lidera con más de 12 millones de hectáreas. Detrás de estas cifras hay motores que empujan la tala como la expansión de la ganadería, la minería de oro, el tráfico de madera y los cultivos ilícitos, actividades que avanzan sobre la selva y la van vaciando poco a poco.
Crimen organizado y economías ilícitas
La deforestación no es un fenómeno aislado. Detrás hay redes que mueven dinero y poder. El informe advierte que “las economías ilícitas y los grupos que las regulan imponen normas y reglas para controlar territorios y poblaciones de su interés”. Es decir, quienes talan, extraen oro o trafican animales no solo destruyen el bosque, sino que también financian a grupos armados que imponen su ley y debilitan al Estado.
Estos actores encuentran el terreno perfecto en zonas donde casi no hay presencia institucional y donde las fronteras son fáciles de cruzar. Allí, “los fenómenos criminales y las economías ilícitas convergen en los enclaves de producción, extracción o comercialización manifestándose en la concentración de impactos como el incremento de la violencia, el control social o el deterioro ambiental”. Es el retrato de una Amazonía donde la ilegalidad avanza a la par que la selva retrocede.
En Perú, el crimen organizado tiene un rostro distinto al de sus vecinos. No hay grandes carteles ni estructuras jerárquicas como las que operan en Colombia o Brasil. Aquí, las redes son más pequeñas y suelen formarse alrededor de clanes familiares o de viejos remanentes de grupos insurgentes como Sendero Luminoso. El informe menciona ejemplos como el Clan del Huallaga o Los Pishtacos, que hoy cumplen un papel clave en el entramado criminal ambiental.
Su función principal es conectar economías ilícitas y redes criminales de Colombia y Brasil, usando corredores que facilitan el tráfico de drogas, madera, oro y otros negocios ilegales. Un síntoma ejemplar de este deterioro es el aumento de la extorsión, que en algunas regiones peruanas ha crecido hasta un 900 %.

Comunidades en riesgo
Las comunidades que viven en la Amazonía, sobre todo las indígenas y ribereñas, están en la primera línea de estas disputas. Son ellas las que reciben el mayor impacto y muchas veces pagan el precio más alto. “Los líderes indígenas y defensores ambientales se han convertido en blancos recurrentes de amenazas y ataques”. A esta violencia, que incluye desplazamientos forzados y pérdida de territorios, se suman viejos problemas de exclusión y falta de reconocimiento de sus derechos.
El panorama se complica todavía más porque gran parte de estos territorios coinciden con áreas protegidas y resguardos indígenas. Allí se cruzan tres fuerzas, la conservación, el desarrollo y la criminalidad, una mezcla que aumenta las tensiones. Por eso, concluye el documento, “entenderla como territorio en disputa exige un enfoque interseccional, multiescalar y profundamente colaborativo que integre a comunidades, Estados y organizaciones internacionales”.
Respuestas insuficientes y llamado a la acción
Aunque en cada país amazónico se han aprobado leyes para frenar la deforestación, regular la minería y proteger territorios indígenas, la realidad es que las respuestas siguen siendo limitadas y desiguales.
El informe señala que “la captura del Estado y la influencia de intereses ilegales o corporativos sobre autoridades locales, fiscales y judiciales” debilitan la capacidad de los gobiernos para actuar. A esto se suma la falta de coordinación entre países, lo que deja abiertas fronteras por donde circulan sin mayor control las economías ilícitas.
Buena parte de las medidas, además, han apostado por un enfoque policial o militar, sin atacar el fondo del problema que son las causas sociales y económicas. Según el informe, estas políticas “marginan a las comunidades que se oponen a megaproyectos” y en algunos casos llegan a criminalizar la protesta. La exclusión de las comunidades de las decisiones alimenta la desconfianza y la violencia, lo que termina frenando los esfuerzos de conservación.
La cooperación internacional ha sumado recursos y proyectos, desde financiamiento climático hasta acuerdos regionales, pero su alcance aún es insuficiente. El documento advierte que “las capacidades y la voluntad de los Estados para proteger los ecosistemas, los recursos naturales y la integridad ecológica continúan siendo limitadas”. En muchos casos, el dinero y los programas se pierden frente a la magnitud del problema y a la falta de control efectivo.
El costo de la inacción es irreversible
FCDS concluye que se necesita una estrategia integral que implique fortalecer la gobernanza, garantizar derechos colectivos, proteger a quienes defienden el bosque y ofrecer alternativas económicas sostenibles que desplacen a las actividades ilegales. “La respuesta debe ser integral, combinando políticas de seguridad, conservación ambiental y desarrollo sostenible”, subraya. El tiempo se agota y solo la cooperación entre gobiernos, comunidades y actores internacionales evitaría un daño al bioma amazónico. El desafío es enorme, pero el costo de la inacción podría ser irreversible.