Los escandalosos casos de corrupción en las últimas décadas en el Perú dieron lugar a una serie de normas y mecanismos que, si bien fueron creados para combatirla de manera severa, se han desvirtuado llevando al país a una situación terrible de uso, abuso, afectación grave de derechos fundamentales de inocentes y hasta la virtual parálisis del sector público, cuyos funcionarios no actúan ni toman decisiones por temor a ser inhabilitados para la función pública o terminar en prisión preventiva por alguna mala decisión.
La lucha contra la corrupción es una máscara deslucida que va desde la presidenta Boluarte de los Rolex, waykis y cofre, hasta jueces y fiscales mediáticos que más parecen estar en permanente campaña para una curul en el próximo congreso. Tal vez por eso, justamente la Contraloría y los encargados de administrar justicia ven hoy delito en todo. Por consiguiente, para ellos ya no existe falta administrativa en el ejercicio de la función pública sino directamente delitos. Y lo más difícil de comprender es que el mayor rédito público para estos “sicarios de la justicia” no son casos concluidos con sentencias firmes sino una competencia por ver cuántas inhabilitaciones o prisiones preventivas aplican a “presuntos delincuentes” que, en la mayoría de los casos, terminan siendo declarados inocentes. Y no nos referimos a casos recientes y mediáticos en los que a todas luces parece existir delito como el de Chibolín, sino a honorables profesionales que al estar o pasar por la administración pública, terminan viendo arruinadas sus vidas y carreras.
Algunos casos de la vida real
Richard (*) es un destacado abogado egresado de una de las más prestigiosas universidades privadas del país con más de 25 años de intachable paso por el sector público y privado. Él formó parte del directorio de una entidad pública, el mismo que tomó una mala decisión en la administración de un contrato. Se les acusó de colusión. Él y los 5 miembros del directorio fueron condenados en primera instancia a 5 años de prisión. La segunda instancia aumentó la pena a 9 años de cárcel. Decidió esconderse. Cinco años más tarde él y todo el directorio fueron declarados inocentes por la Corte Suprema de Justicia. Transcurrido ese tiempo Richard perdió a su familia –que viajó al extranjero en busca de refugio y subsistencia–, la SUNAT embargó sus cuentas por falta de pago de un fraccionamiento que al dejar de trabajar no pudo pagar y está en problemas con un banco por un préstamo personal que corrió igual suerte. Hoy libre y aunque inocente, con esa “huella” en su CV, no consigue trabajo.
Lizbeth (*) es una profesional que bordea los 50 años y se ha desenvuelto con profesionalismo y excelencia en el sector público y privado. Trabajó durante 8 meses en una entidad pública en la que dio la conformidad a una compra de útiles de oficina realizada antes de su gestión. La contraloría observó la compra y se le acusó de varios delitos como colusión agravada y negociación incompatible. El juicio duró 10 años y 5 meses, incluyendo 4 años de inhabilitación para trabajar en el Estado. Pero claro, en el sector privado tampoco suelen contratar a alguien que está en un proceso. En la primera instancia estuvo a punto de ordenársele prisión preventiva. Declarada inocente más de 10 años después, confesó a sus abogados y amigos que no hubiera podido tolerar ir a la cárcel injustamente y que de haberse hecho efectivo el pedido de la fiscalía de prisión preventiva, se iba a quitar la vida: “No hubiera podido aparecer ante mi familia como un mal ejemplo defraudándolos y haciéndolos pasar por algo tan doloroso como si fuera una criminal en cárcel”.
Hacia dónde transitar
Esta situación ha generado tal pánico en la administración pública que se ha perdido y siguen perdiendo a muy buenos técnicos y funcionarios que han migrado al sector privado. Pero lo más grave es que hoy el miedo a firmar o ejercer la facultad discrecional, ha llevado al Estado al marasmo y la paralización en las estrategias y crecimiento del país: nadie quiere firmar ni hacerse responsable de decisiones que pueden terminar con un proceso, una inhabilitación y hasta prisión preventiva.
Existe hacinamiento y sobrepoblación en los penales. De acuerdo con diversos informes -entre los que se incluye a la Defensoría del Pueblo-, señalan que el mayor porcentaje de presos en los penales están siendo procesados, es decir, no tienen sentencia condenatoria: sea porque van con prisión preventiva, o por sentencias condenatorias en primera instancia que son apeladas y posteriormente revocadas.
Las secuelas de este tipo de investigaciones que llevan a la inhabilitación (sea por decisión administrativa de la Contraloría o como consecuencia de una decisión judicial) y luego son revocadas, generan un daño irreparable al afectado finalmente declarado inocente, salvo éste inicie un complejo juicio por daños y perjuicios contra el Estado que puede tomar entre 5, 10, o más años. Lo mismo ocurre con las prisiones preventivas o las sentencias condenatorias que luego son revocadas. Tiempo y daño irreparables, con clara violación al derecho humano fundamental de la libertad. Y el violador (léase juez o fiscal), en absoluta impunidad. Las situaciones descritas generan un daño objetivo que no requiere probanza alguna.
Este uso y abuso debe terminar; y para ello urge modificar el marco legal para que toda revocatoria a una inhabilitación o restitución de la libertad de personas afectadas por exceso o error –que finalmente son halladas inocentes–, lleven consigo sanción efectiva al funcionario o juez, según el caso, responsable de haber causado semejante daño a una persona inocente. La feria de inhabilitaciones y prisiones preventivas contra funcionarios (en su mayoría además de menor rango), ha terminado corrompiendo el sistema y destruyendo honras y vidas de personas inocentes, afectando directamente el funcionamiento eficiente del Estado. Esta es la única forma en la que funcionarios y jueces pensarán mejor antes de sancionar o condenar injustamente a los ciudadanos.
(*) Casos reales de personas que prefieren mantener sus identidades en reserva.