Escribe: FERNANDO DE LA FLOR ARBULÚ*
El continente americano vuelve a captar la atención del mundo. Hay
dos rostros y un fenómeno común que viene suscitando dicho
interés. Uno está en el norte. Es Donald Trump. El otro en el sur:
Nicolás Maduro. Y una relación que, aunque no la reconozcan
ninguno de los dos, los vincula estrechamente: su estirpe
autoritaria, la cual se manifiesta en el desprecio que ambos tienen
por una de las características de la democracia: las elecciones.
Empecemos por nuestra región. Nicolás Maduro acaba de cometer
uno de los actos más aberrantes contra el sistema democrático:
vulnerar, groseramente, la voluntad popular. Todos sabemos del
fraude que se ha llevado a cabo en las elecciones realizadas en
Venezuela este pasado domingo 28 de julio. Una inobjetable
derrota, Maduro la está pretendiendo convertir en una victoria.
Efectivamente, finalizado el acto electoral y a pesar de no haberse
procesado todas las actas de sufragio, Maduro se proclamó
ganador y, por ello, quiere seguir siendo el presidente de
Venezuela. No obstante, la oposición democrática ha exhibido ante
el mundo los resultados de la elección que demuestran su
incuestionable victoria. El fin de la dictadura chavista entonces está
próximo a hacerse realidad, tarde o temprano.
Ante esta anómala situación, los gobiernos de la región y otras
partes del mundo, han coincidido en exigir a las autoridades
venezolanas transparentar los resultados y exhibir las actas de
sufragio. La gente se ha volcado a las calles pidiendo que se
respete la voluntad ciudadana.
El régimen venezolano ha adoptado otra aberrante decisión:
enfrentar violentamente a su pueblo y reprimirlo hasta doblegarlo
para que acepte que Maduro sigue siendo presidente, y con ello
hacer realidad la amenaza de que “en Venezuela correrán ríos de
sangre”. La estirpe autoritaria de Maduro es elocuente.
Vayamos al norte. Donald Trump ha sido sorprendido por los
acontecimientos, como ocurre a veces. Resulta que en un acto que
lo enaltece, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha
renunciado a su candidatura y por ello ha desistido de tentar su
reelección. Su avanzada edad –82 años– y su estado de salud,
persuadieron a Biden que debía apartarse de la contienda. Así lo
hizo, para sorpresa de muchos, y especialmente de Trump, quien
confiaba tener a Biden nuevamente como su contendor y ganarle
esta vez, sin necesidad de intentar revertir los resultados de la
elección, como lo hizo en la oportunidad anterior, incitando al
ataque de sus seguidores al Capitolio (de allí su estirpe autoritaria).
Ahora Donald Trump tendrá que enfrentar una situación electoral
radicalmente distinta. Y es que el partido demócrata ha optado por
Kamala Harris, la actual vicepresidenta, quien deberá ser
oficialmente ungida como tal en la próxima convención nacional.
La contienda electoral en Estados Unidos, entre Donald Trump,
blanco, supremacista, homofóbico, racista, y Kamala Harris, mujer,
de raza negra, hija de inmigrantes, demócrata, será, sin duda, de
antología. No solo por lo que cada uno representa, sino por lo que
cada uno diga y cómo lo diga.