Uno de los libros más admirables e inolvidables de la narrativa de este siglo
XXI: El escapista (Quimérica, 2024, 62 pp.), de Pedro Novoa (Huacho, 1974
– Lima, 2021). Escrito premonitorio, con la “toma de conciencia” (según
Aristóteles, la anagnórisis del protagonista de una tragedia) de quién se
siente al final de sus días y se consagra, con toda su energía creadora y
maestría verbal, a la plasmación de una novela corta que ritualice su escape
de la realidad fáctica, para trascender (cual un Prometeo desencadenado,
dador del fuego y el lenguaje humanizador) a la inmortalidad y universalidad
(dimensión arquetípica, colectiva) de la ficción.
El escritor retratado en El escapista, a pesar de haber cosechado
varios premios literarios (un guiño con el propio Novoa, ganador del español
premio de novela Mario Vargas Llosa 2012, el premio Horacio Zevallos y “El
cuento de las 1,000 palabras” de Caretas, entre otras distinciones) no logra
ser reconocido entre las voces más importantes de su generación. Lo
marginan por “escapista”, debido a su “falta de compromiso con la realidad,
de fraguar una literatura artificiosa, desleal y carente de espíritu (…) les
incomoda mi afán de arriesgar con lo especulativo o lo abiertamente
fantástico” (p. 9).
El interés actual por el realismo exacerbado de la no-ficción y la
“autoficción”, lo impulsa a redactar un relato autobiográfico, el cual no lo
convence hasta que se entera de las peripecias de Prometeo, un escapista
al estilo del mago Houdini. Y decide contar su historia “para tratar de
entender la mía (…) como si fuera un acto doble de ropaje y desnudismo,
donde cada vestido que me ponga o quite sea del escapista, pero en el
fondo mío”. Tres niveles: el mítico Prometeo, el habilidoso mago huachano y
el escritor al borde de “una muerte verdadera” que lo libere de las cadenas
de lo real. Vidas paralelas: “ambos [el mago y el escritor] trataríamos de
escapar: él de la muerte; yo, de la insignificancia” (p. 50).
Añádase que a los lectores se nos desenmascara también como
escapistas, entregados a la existencia vicaria de la ficción que leemos. De
ahí la posibilidad de que el cadáver del mago sea el nuestro: “verificarías con
horror y estupefacción que la transmutación se había realizado con la
persona menos pensada: contigo” (p. 59).