Leoncio Villanueva (Lima, 1947) es un referente obligatorio a lo mejor de la pintura peruana del siglo XX. Su actual muestra en La Galeria Secuencias y escenarios permite apreciar la obra realizada en los últimos dos años en los que ha estado ausente del sistema de exposiciones.
Conversar con Leoncio Villanueva es hablar de la historia del arte peruano de los 75 años pasados, todos vividos intensamente, desde su inicios limeños —al lado de la mítica casa Matusita— hasta sus largas residencias en París, México y Bruselas, siempre interrumpidas por sus prolongados regresos y exposiciones locales.
El currículo de Villanueva es imposible de sintetizar por las múltiples exposiciones y premios internacionales que cuenta. Pero lo que sí hace posible La Galeria es volver a tomar un amplio contacto con la obra de un artista indispensable.
La muestra además permite confrontarnos con lo sucedido en este siglo cuando el concepto de pintura ha variado muchísimo y el oficio se tiende a dejar de lado por el impacto visual. Son muy pocos los que saben apreciarlo.
A veces se ha considerado a esta obra como “demasiado perfecta”, pero siempre me ha resultado apasionante. Su geometría, presente desde los inicios de su trayectoria, hoy adquiere protagonismo sin dejar de lado los elementos metafísicos que siempre han caracterizado a un hombre, que hoy, sin duda, puede considerarse un maestro.
—Egresaste de Bellas Artes en 1971, cuando la Escuela todavía vivía sus mejores tiempos bajo la égida de Ugarte Eléspuru. ¿Qué te aportaba la Escuela en esos tiempos?
Fueron varias cosas que hicieron muy interesantes los aportes de la Escuela. Creo que en primer lugar era la calidad de profesores que teníamos, puedo decir de primer nivel, Aitor Castillo, Sabino Springett, Milner Cajahuaringa, Alberto Dávila, entre otros. Eran años de gran actividad artística. El Museo de Arte de Lima traía muy buenas exposiciones, el Instituto de Arte Contemporáneo organizaba muestras fuera de serie, teníamos el incentivo del grupo Arte Nuevo; con Ugarte Eléspuru se concretaron las becas de sostenimiento y las becas a Francia, y en mi clase en la Escuela ¡había un pequeño grupo muy interesado en las cosas de vanguardia, realmente formidable!
Recuerdo a un compañero muy talentoso que desgraciadamente falleció muy joven, Felipe Carrión. Integraba nuestro grupo Pichja, “cinco” en quechua, y nos orientaba Milner. El único que destacó y que luego se fue a Nueva York era Humberto Aquino.
—En los años 70 el Perú se encontraba bajo una dictadura militar. Paradójicamente, el mercado del arte se llegó a consolidar de manera sorprendente. ¿Cómo fueron tus primeros años como profesional en Lima y cuál fue la acogida recibida?
Velasco declaró que el arte era algo suntuario, vinieron las directrices de cómo debía ser el arte para el pueblo como si el pueblo fuera un tarado. Lo peor fue que se eliminaron las becas de sostenimiento. Adiós, chau. Lo bueno para mí era que ya vendía mis obras aun estando en la Escuela. Había una galería muy importante, Cultura y Libertad. Aparte de vender por mi lado, la Galería Trapecio, entonces dirigida por artistas, me invitaban a exponer con ellos, y ya las galerías tenían un muy buen movimiento. Elida Román con la Galería Nueve, Camino Brent de Rafael y Malvina Lemor e Yvonne Briceño, una galería pequeña, pero intensa. Luego gané la beca a Francia.
—En esa década y a partir de Tilsa —y del empuje de Malvina de Lemor en la Galería Camino Brent que abrió las puertas a los artistas peruanos y latinoamericanos radicados en Europa—, muchos artistas derivaron de la abstracción al surrealismo y a los que otros denominaron “arte onírico”. Fue una nueva forma de figuración abrazada entonces tanto por grandes maestros como por artistas emergentes.
La verdad que no sé muy bien cómo comenzó todo. Creo que me movía entre la geometría de Cajahuaringa y el surrealismo de Tilsa, a eso se agregaron los cuadrados de Josef Albers, y entre esos planos yo pinté formas orgánicas. En París conocí a quienes conformaríamos el grupo Magia-Imagen donde la prioridad era lo mágico: seres mezclados con animales, tótems, la luna, cerros, fragmentos de paisajes, etc. Mantuve mucho contacto con Lima desde París y logré hacer varias exposiciones en los 70, incluso una simultánea con Shinki en Nueve. Luego, por las tendencias surrealistas que predominaban en esos tiempos, me “emparentaron” con Gerardo Chávez, Venancio Shinki y Carlos Revilla, cada uno en su estilo. Se vendía muy bien.
—A partir de 1974 permaneciste largos años en París, lo que te abrió puertas a galerías internacionales con marcado éxito. Pero, como todos los latinoamericanos en Europa, la supervivencia no fue fácil —pero sí enriquecedora— para un artista joven. ¿Qué te permitió la residencia europea?
Creo que lo que me permitió esa residencia fue hacer exposiciones en Lima, y vivir de los cuadros que se vendían aquí. Tuve la suerte de que Hernán Pazos me presentara a la Galerie du Dragón, y entonces recién empecé a vender y poder sostenerme con mayor tranquilidad. Recibí una invitación para trabajar con la Claude Bernard el mismo día que partía hacia México. Esta galería exhibía las obras de Francis Bacon entre otros, pero ya debía de marchar. Conocer en París la obra de excelentes artistas de tantos países fue sumamente enriquecedor, y allí comprendí que la mayoría de ellos tenían un sustento filosófico, metafísico, en sus obras, y eso me marcó profundamente.
—En 1987 —influido quizás por los pintores mexicanos de tu generación— decides marchar a México. Un país con un dinámico movimiento cultural. Recuerdo haberte visitado en Coyoacán, donde hablamos del proceso que atravesabas en tu pintura: el misticismo, las constelaciones, los animales, la fusión de los primitivo y lo contemporáneo, la imaginería atávica en tu pintura.
México fue apasionante por la explosión del color, y por la afirmación del bagaje surrealista mágico que ya tenía. El cactus y la iguana se metieron fuerte. Cuando estuviste en Coyoacán estaba demasiado lleno de imágenes y posibles caminos, era imposible tener la página o el lienzo en blanco. La influencia que recibí de artistas como Tamayo y Francisco Toledo, sobre todo, fue la del color, pero no sus estilos. Más bien, quien al comienzo me influyó fue José Luis Cuevas, a quien Martha Traba lo incluyó en su libro Los cuatro monstruos cardinales, junto a Bacon, Dubuffet y de Kooning.
—Lima, el Perú en general, luce ser imprescindible para ti. Regresaste nuevamente en 1991 donde vimos una obra más apegada a nuestros orígenes latinoamericanos fusionada a una tradición occidental. Solo un espléndido oficio como el tuyo permitía darle coherencia a un simbolismo esotérico y además seducir con una imaginería que hasta hoy sigue perturbando.
Creo que uno no se da muy bien cuenta de lo que hace, pero ahora que lo dices, es cierto, tuve la necesidad de poner un poco de “lo de acá”, siempre hay un lenguaje local, sin ser descriptivo. Me hace recordar a los trapecios de Milner, que en realidad eran “colores flotantes” como él los llamaba; eran los trapecios con los que manifestó todo lo incaico a su obra. México me hizo pensar más en las cosas nuestras.
—En 2005 marchaste a Bélgica y permaneciste allí toda una década, sin embargo, tus exposiciones en Lima no se interrumpieron. ¿Cómo fue esta experiencia?
Me sentí aislado en Bélgica. Sin embargo, la experiencia allí me confirmó esa connotación metafísica que hay en la existencia, ese algo que existe y no se logra ver, salvo por la intuición o en momentos de extrema lucidez. Esto nos permite expresar un segundo lenguaje en la obra, detrás de lo que es visible, de lo evidente. No siempre se logra, pero es lo que enriquece la visión del espectador cuando siente que hay algo más allá de lo evidente en mi trabajo.
—Desde tu regreso en 2015 has mantenido un cierto silencio en las galerías. Luce que has atravesado un proceso de depuración interior. En este siglo el concepto de pintura ha variado muchísimo y el oficio se tiende a dejar de lado por el impacto visual. Son muy pocos los que saben apreciarlo. A veces se ha considerado a tu obra como “demasiado perfecta”.
Já. Es cierto, ese “demasiado perfecta” a veces me incomoda. Cuando considero que ya es demasiado, le meto un brochazo, un raspón, algo que rompa esa pulcritud; a veces sale bien, y cuando sale mal, el cuadro empieza a llenarse de imágenes. Es desesperante. Se borran elementos, se ponen otros, el cuadro empieza a transformarse y sale una suerte de Frankenstein, aunque muchas veces, por desesperación, sale algo bueno. Sobre el concepto de pintura, es para hablar largo. Se ha acentuado lo personal, el Yo. Ya no se desarrollan corrientes. Es una Babel de la expresión, y da temor. Al día de hoy hay mucho ruido de los humanos en el mundo, algo que molestaba a los antiguos dioses.
—En los últimos años lo geométrico ha tenido hegemonía en oposición a las vertientes surrealistas, oníricas y expresionistas de las décadas pasadas. Lo curioso es que siempre la geometría ha estado presente en tu obra pero oculta tras simbolismos apasionantes. La actual muestra en La Galería permite ver una incursión más decidida en juegos de planos y líneas que se rompen con la incorporación del spray y algunos de los anteriores elementos que te caracterizaban. Es la obra de un hombre que hoy puede considerarse como un maestro.
Gracias nuevamente Lucho, y es cierto lo que dices, la geometría ha estado siempre presente, en primer o en segundo plano. Y aunque esta vez la geometría está más presente que nunca en esta exposición, con ciertos atisbos de expresionismo, leves, como contrapunto, hay algo en mí en que los antiguos personajes andan inquietos por salir, me tocan sus campanas, andan ansiosos por tener nuevamente la voz. Parece que todo son ciclos ¿verdad? Ya veremos qué viene, y esperemos que el mundo lo permita.
(Luis Lama).