Escribe: Luis E. Lama
En cada visita ha ganado un sólido prestigio por la calidad de una pintura cuyo refinamiento solo es comparable a la de Tilsa y a la de Bruno Zeppilli, el ilustrado discípulo de la artista. Sin embargo, a diferencia de los referentes mencionados, la pintura de Peschiera no es narrativa, no cuenta una historia y apenas sugiere edificios medievales, cuencos o mantos donde la geometría es apenas un pretexto para crear formas que se disuelven con la pintura.
Sé del largo proceso que ha llevado al artista para hacer esa exposición. Son años de llenar la superficie con infinidad de minúsculas pinceladas, alargadas como las de antaño y puntillistas hoy, utilizando recursos posimpresionistas, para hacer una obra sin tiempo, fuera de todo encasillamiento.
La obra de Peschiera es deslumbrante y a la vez contradictoria. Hay una espiritualidad producto de la luz que proviene de los fondos y a la vez encuentro en ella un erotismo en esa piel tan delicadamente trabajada, hecha de una manera tan meticulosa, con tanta persistencia que solo el deseo de lo absoluto permitiría lograr.
Estos cuadros elaborados con infinita dedicación constituyen un acto de fe en la pintura. Nunca he visto en el Perú a un artista que haya logrado decir tanto con esa austeridad que predomina en la mejor exposición que haya visto en el presente año. El montaje coadyuva a estos propósitos. Las salas negras, las luces puntuales sobre cada cuadro –que aparenta flotar– y todo el sentido del espacio hacen de la visita al ICPNA una experiencia espiritual.
Ricardo Wiesse se encarga de analizarlo mejor cuando sostiene que las inquietudes intelectuales del pintor lo llevaron a “familiarizarse con las letras modernas tanto como con los textos de los Primeros Padres de la Iglesia y a incursionar temporalmente en monasterios cistercienses para vivir en carne propia la austeridad cotidiana de sus ocupantes. Sus temas pictóricos testimonian fidedignamente la misma renuncia radical y la aproximación respetuosa a la regla estricta de estos renunciantes, en las antípodas del hedonismo descabezado que distrae y somete al profano común y corriente”.


Historias del Poder

Rubén Saavedra Cobeñas (Chiclayo, 1992) siguió la carrera de arquitectura para luego dedicarse a estudiar pintura en la Escuela de Bellas Artes “Macedonio de la Torre” de Trujillo, de donde egresó en 2018 con la medalla de oro de su promoción.
Desde entonces ha realizado varias individuales y ha recibido numerosos premios, pero su actual exposición en el Museo Metropolitano es su mayor presentación en Lima, una ciudad en la que es conocido –y seguido– por todos los interesados en la buena pintura que se está realizando en el interior del país. Saavedra vive y trabaja en Tumán.
La muestra inaugurada en el MET está integrada por trabajos en grandes formatos con imágenes esencialmente republicanas, ya sean interiores decimonónicos o paisajes urbanos con arquitecturas del poder. Y en ellas las citas de algunos cuadros emblemáticos de nuestra historia del arte. Laso, Merino, Baca-Flor o Montero, así como de autores del siglo XX: De Chambi a Jesús Ruiz Durand.
Sobre esos muros, además del arte peruano, pueden encontrarse citas a Jacques Louis David, Delacroix, Goya, Manet, o simplemente espejos en los que rebotan las imágenes del espacio enclaustrado.
Sin embargo, estamos ante el trabajo de un artista de convicciones que no pretende quedarse exclusivamente en el ornamento. A cada cita de la historia del arte, él contrapone el testimonio precolombino en un enfrentamiento de visiones que nunca llegarán a integrarse.
Es una suerte de alucinación a la peruana donde los pasados se fusionan y el artista los trae al presente a través de la pintura para recordarnos qué somos, de dónde venimos y cuál ha ido la sucesión de hechos y culturas que nos han formado.
Ciertamente son cuadros con la nostalgia de lo que pudo haber sido. Sin embargo, considero epidérmico darle prioridad a la belleza sobre el choque cultural, no leer las referencias a nuestros pasados, ver a la arquitectura como vacío decorativo, negarle a esta obra la lectura de clase que impera en cada cuadro.
La ideología se acentúa en los cuadros de exteriores en los que pinta la arquitectura del poder: El Congreso de la República, Palacio de Gobierno, la Municipalidad Metropolitana o la Catedral de Lima. Pero es en su cuadro sobre la Plaza San Martín –un extraordinario mural– donde Rubén Saavedra vuelve explicito lo simbólico y enfrenta el entorno del pasado con la violencia del presente. Esta exposición permite comprobar cómo, a diferencia de lo que se empeñan en mostrar nuestros fallidos concursos, la pintura sigue siendo la principal disciplina artística que se hace en el Perú. Rubén Saavedra es un ejemplo de ello.

