CRÓNICA | Costa en Trance: Así fue el Veltrac Music Festival

Por Marce Rosales | Un festival que mezcló post-punk, pop latino, electrónica y un público entregado al caos más hermoso.

por marcerosalescordova@gmail.com
Veltrac Music Festival

El día cayó lento sobre Costa 21 en un festival que empezó al mediodía. La multitud avanzaba en oleadas con grupos riendo, parejas agarradas de la mano, gente con brillo en los ojos y un pulso acelerado que no dependía solo de los decibeles. Desde temprano, el Veltrac Music Festival ya respiraba como un animal inquieto.

La tarde empezó a tomar forma con Santiago Motorizado, que apareció sin ceremonias y encendió un clima particular de melancolía eléctrica, voz rasposa y la sensación de estar viendo a alguien reencontrarse consigo mismo lejos de su banda. Cantó lo nuevo, pero cuando llegaron los clásicos, el público se unió en un coro irregular, imperfecto y feliz, como si esos temas hubieran nacido para sonar frente al mar.

El sol continuó cayendo mientras Primal Scream desataba un ritual de guitarras. Era rock & roll que atraviesa generaciones. Las sombras se alargaban, el cielo se teñía de naranja, y la banda escocesa hacía mover incluso a quienes juraban no venir a “rockear”. La tarde cedía, algunos parapentes motorizados manchaban el cielo naranja, pero nadie parecía dispuesto a dejarla ir.

Entonces entró la sinaloense Bratty, con su conjunto oversized rojo que absorbía los últimos restos de luz. Su pop melancólico encontró un eco extraño en ese momento del día con voces suaves, guitarras tiernas aunque fuertes por partes y sus letras que parecían escritas desde un cuarto vacío, pero ahora cantada frente a cientos de personas. Había algo profundamente cinematográfico en ella: la adolescente que llega a un escenario gigante y lo hace suyo. El público, más sensible de lo habitual, recibió cada canción como si abriera una puerta hacia adentro.

Cuando el cielo finalmente se volvió azul oscuro, Molchat Doma irrumpió como una descarga. El trío se movía con una energía mecánica, industrial, casi hipnótica. El post-punk recorrió el lugar como un latido uniforme, fuerte, repetitivo. La gente bailaba sin pensar, solo reaccionando al ritmo, a los flashes, a esa sensación de estar dentro de una ciudad fría y futurista. No había espacio para la pausa. Solo sudor, cuerpos agitados, un frenesí que se expandía sin violencia, pero con mucho movimiento.

La electrónica, desde un área más resguardada, funcionaba como un mundo paralelo. Allí el tiempo se doblaba con luces estroboscópicas, siluetas moviéndose al ritmo de un beat diferente al del exterior. Una energía distinta, más íntima, más sensorial. Algunos bailaban solos, otros en grupos que parecían flotar. La vibra era suave y brillante, pero con muchos menos asistentes.

Yami Safdie tuvo una presentación más discreta, pero no por eso menos emocionante. Acompañada por un guitarrista, tocó sus más grandes éxitos mientras lucía un simpático vestido que imitaba el diseño de nuestra camiseta blanquirroja de fútbol.

Entrada la noche, James marcó la pauta. Presentaron temas de Yummy, entregaron himnos, y construyeron uno de los momentos más emotivos de toda la jornada. “Say Something”, “Laid”, “Tomorrow”, algunas canciones que muchas generaciones llevaron en los bolsillos y que ahora, frente al mar limeño, sonaban nuevas. Las voces del público superaban por momentos a la banda. Había algo dulce en esa conexión improbable entre un grupo histórico y un público que no quería que la noche terminara a pesar del tiempo relativamente corto.

Ya entrada la noche, era el turno de Dillom. El argentino no se contuvo. Gritó, tocó guitarra, se sacudió, se trepó a un lateral del escenario y dirigió a sus seguidores como un maestro de ceremonia furioso y juguetón. Todos los artistas tuvieron una hora para presentarse, pero él fue uno de los que optimizó mejor su tiempo. Abajo, el público se convertía en un remolino. El pogueo —rápido, compacto, intenso— no se hizo esperar en temas como Ola de suicidios. Nadie estaba quieto; la adrenalina era contagiosa, y el caos, hermoso.

Ya entrada la noche, Bomba Estéreo transformó el festival en una celebración luminosa. Li Saumet apareció entre luces neón, transmitiendo sus vibras eléctricas. Cuando sonó “Ojitos Lindos”, el público reconoció el pulso antes que la melodía. Hubo abrazos, gritos, celulares en alto y bailes individuales bastante curiosos de personas de todas las edades. Su playlist completa mantuvo la energía arriba sin descanso. Cumbia psicodélica, beats caribeños, electrónica espiritual. Todo vibraba a pesar del cansancio de la jornada. Las luces, la arena, la gente.

Al retirarse la agrupación, la marea humana empezó a moverse hacia las salidas. Quedaban en el aire luces dispersas, restos de humo, vasos abandonados, entre otros elementos, y la sordera tradicional después de escuchar prolongadamente los bajos. Lima seguía siendo Lima, pero por unas horas parecía transformada, siendo más amable, más eléctrica, más unida.

La noche se cerró con un viento extraño en la costa, con un clima que poco a poco recuerda que el verano está cerca. Miles de cuerpos vibraron alto, felices de haberse encontrado en ese caos hermoso que solo un festival así puede provocar.

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