Fujimori: el estigma autoritario

Escribe Manuel Eráusquin | El fallecimiento del controversial expresidente Alberto Fujimori propicia varias preguntas sobre su impacto en la historia política del Perú. Una reflexión obligada.

por Manuel Erausquin

Cuando el 5 de abril de 1992 Alberto Fujimori disuelve el Congreso de la República: nuestra endeble institucionalidad política queda expuesta a un resquebrajamiento que no ha tenido punto de retorno. Todo lo contrario. Con el transcurrir del tiempo solo hemos podido atestiguar su inexorable fragilización. En aquella época, muchos sectores avalan está controversial decisión. Hoy, con la intención de justificar al exmandatario, algunos argumentan que era necesario: la crisis económica y la violencia terrorista exigían de una medida excepcional. El asunto es que no era necesario llevar a cabo el cierre del Poder Legislativo para afrontar esos problemas tan alarmantes. Las armas de la democracia estaban en las manos de Fujimori. No las quiso y nos la iba a querer nunca: deseaba gobernar sin oposición y sin crítica alguna. El autogolpe del 92 convoca a esa lectura.

Y, Vladimiro Montesinos, su oscuro asesor desde el inicio de su mandato, lo ayuda a organizar la construcción de un régimen autoritario atravesado por la corrupción. Allí están las armas vendidas a las FARC, las enormes sumas de dinero de la ‘salita’ del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), los innumerables personajes sobornados, las campañas de demolición a rivales políticos a través de la prensa ‘chicha’ y la renuncia desde Japón de Fujimori. Hechos corroborados y judicializados. Desestimarlos puede responder a la desinformación, al cinismo o a una negación patológica.  

Quizás las manifestaciones de estas negaciones o también de posturas condescendientes con la gestión de Alberto Fujimori, tengan sus razones en dos temas centrales para el Perú de aquella época: la estabilidad económica y el haber derrotado a los grupos terroristas Sendero Luminoso (SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). Logros relevantes: el Perú padece de una crisis financiera desde principios de los años ochenta con Fernando Belaunde en su segundo gobierno (1980-1985), pero se acrecienta con la hiperinflación del primer gobierno de Alan García Pérez (1985-1990). Sin embargo, el ingreso a la escena pública de SL en 1980 y del MRTA en 1982 termina de colocar al país al borde del abismo. Los analistas de la época refieren que el Perú estaba cerca de ser un país con daño irreversible.

En ese punto, está el detalle: el estabilizar al Perú económicamente y el haber doblegado al terrorismo se convierten en dos notables logros con categoría de hazaña que idealizan al expresidente Alberto Fujimori. Así, de esta forma, no importa que la institucionalidad democrática sea quebrada, que se establezca una red de corrupción en todo el aparato estatal y que se cometan crímenes contra los derechos humanos. Fujimori lo sabe, Montesinos lo sabe. Instrumentalizan estos éxitos y se obtiene un respaldo popular que ambos comprenden como un cheque en blanco.

En 1993, para las elecciones del Congreso Constituyente Democrático (CCD), el ‘recargado’ partido oficialista, Cambio 90-Nueva Mayoría, obtiene 44 escaños. Es decir, es ungido como la fuerza hegemónica del parlamento. Desde ese momento, Fujimori no posee oposición congresal temible. El camino está servido para la reelección de 1995; la contienda política la gana por goleada en primera vuelta: obtiene un 64.3%. Su contendor más directo, el exsecretario General de las Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuellar, solo consigue 21.5% de votos. El prestigio y la decencia del reconocido diplomático no posee eco en la población. En 1990, luego de una larga campaña política, tampoco importa la lucidez intelectual de Mario Vargas Llosa. Dos eventos elocuentes para formularse muchas preguntas sobre qué prefieren las mayorías en el Perú.

Lo que viene después es una descomposición progresiva del régimen fujimorista, que apela a la conformación de un escuadrón de prensa ‘basura’ dirigido directamente por Vladimiro Montesinos y Augusto Bresani. Aquí, el objetivo es claro: liquidar a los principales rivales políticos a través de publicaciones difamatorias. Los exalcaldes de Lima, Alberto Andrade y Luis Castañeda, son las víctimas preferidas de esas siniestras publicaciones. Revisarlas hoy pueden refrescar la memoria.

Aunque el punto de inflexión tiene que ver con la propalación del famoso ‘Vladivideo’ en el año 2000 del excongresista Alberto Kouri con Vladimiro Montesinos en la sala SIN: Montesinos le entrega dinero a cambio de que se pase a las filas del oficialismo en plena campaña presidencial. Nacen los tránsfugas.

Una reunión que evidencia la práctica sistemática de sobornos que se instala desde los predios del SIN. El golpe es tan recio que Montesinos se escapa del país y Fujimori simula una persecución de película con él a la cabeza. Luego, Alberto Fujimori, aprovecha un viaje oficial y renuncia desde Japón. Este pasaje de la historia política de nuestro país no advierte decencia alguna. Pero ciertos sectores políticos y empresariales no lo quieren ver. Prefieren la negación.

Su fallecimiento también propicia controversias: la presidenta Dina Boluarte decreta tres días de duelo nacional y el otorgamiento de las honras fúnebres correspondientes a un jefe de Estado. Pero se olvida de que Alberto Fujimori estuvo condenado a prisión por delitos de lesa humanidad y corrupción. Además, de beneficiarse de un indulto cuestionado; una figura que no perdona el delito, solo el cumplimiento de la pena. Un personaje de esa dimensión, más allá del afecto de su familia y de sus seguidores políticos, no merecía ese reconocimiento. Pero pesan más los intereses políticos de la mandataria con el fujimorismo que el sentido histórico de justicia. Veremos qué le ocurre cuando acabe su administración. La fiscalía aguarda con paciencia.

Se tiene que comprender que la muerte del expresidente Alberto Fujimori no solo obliga a un análisis de sus gobiernos, también exige una revisión del comportamiento del pueblo peruano. Y, a partir de allí, formular preguntas sobre nuestro colectivo. Por ejemplo, estás podrían ser el punto de partida ¿Qué motivaciones definen nuestras elecciones políticas? ¿Qué clase de país queremos ser? ¿Pensamos en esto?

Formulaciones simples, pero que encierran aspectos vinculados a nuestra construcción cultural y de ciudadanía. Allí, en la búsqueda de responder esas preguntas, surgirán otras, como esta: ¿Por qué a un sector considerable de la sociedad no le interesa la institucionalidad, el respeto de los derechos humanos o la formalidad?  Los casos de Alberto Fujimori y su herencia política a través de sus hijos, pero sobre todo de Keiko Fujimori, nos pueden ayudar a desentrañar varios asuntos sobre esta interrogante. Son más de 30 años de fujimorismo en la escena política nacional. Poco no es. Eso dice mucho de la clase de sociedad que somos. Las respuestas que hallemos pueden asustar. Que no nos sorprenda.

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