Por: RUBÉN QUIROZ ÁVILA
El propio significado de lo que ha sido Hamlet tradicionalmente queda disperso, como si poco tuviera que ver con la ruta dramática del notable texto de Shakespeare. Es un intento de darle un propio peso a una variante imaginaria, sustituta, permutada, reconocible, sin embargo, queda desconectada de la matriz conceptual y las irrebatibles claves trágicas del original. Es decir, no hay vasos comunicantes hamletianos más que aquella que la entusiasta invención del director concibe.
Aceptando que la relación es inexistente con los existenciales nudos dramáticos shakesperianos, la obra puede ser enfocada fuera de los alcances de su pretensión inicial. Entonces, adquiere otra dimensión por la cual puede ser juzgada. Así, reconocemos esa intuición dramática de concebir una puesta atravesada más bien por un guion poético oscuro, en partes sombrío por una desesperanza inevitable, tejida con retazos oníricos en los que combinan una clarividencia de los espacios alternos que nunca se pudieron dar pero que podrían, como en este caso, ser contados. De ese modo, es una bifurcación libre, al punto de ser accidental, fortuita, en la que la forma de ese universo alternativo puede ser cualquier otra historia, aunque la idea, como confuso anhelo, sea un recordatorio del poder simbólico de Hamlet y sus consecuencias.
Entonces, deshecha la explicación de ser reconocida como una versión de Hamlet, la obra puede ser vislumbrada como una reflexión sobre un mundo que se ha derrumbado sobre sí mismo, fragmentándose, deshumanizándose, donde los personajes son una caterva fantasmal, etérea, descorporizada, bordeada de surrealismo, en la que incluso las fronteras del bien y el mal son movibles según quien la narra. Por lo tanto, la historia tiene los matices de esa tensión que se va envolviendo en capas que se superponen y diluyen cualquier esperanza ya que permanece signada desde su origen por la imposibilidad. Nada se puede hacer, ya todo está perdido. Ayudada por una escenografía residual, en la que el árbol del conocimiento queda en el medio, seco, inútil, decorativo, a la vez, hilvanado por unos opacos sonidos que más bien son proyecciones de estados mentales.
Hamlet no existe en esa obra. Es un pretexto, una invocación, un empeño con avidez. Lo que vemos es un llamado de atención para reconocer el desvarío contemporáneo que, por más que nos ocultemos en los bosques, estamos condenados a tener irremediablemente.
Dirección y dramaturgia: K’intu Galiano.
Actúan: Renato Rueda, Vanessa Vizcarra, Jorge Villanueva, Cindy Díaz, Sebastián Ramos, Alonzo Aguilar, Paloma Roldán y K’intu Galiano.
Lugar: Auditorio del Británico Cultural en Miraflores.