Por: RODRIGO SALAZAR ZIMMERMANN
Mi padre no me regala cosas. Algunos de mis juguetes eran los carritos de su niñez y de adolescente tuve que insistirle por un televisor.
Mi padre la tuvo difícil. Mi abuelo murió cuando él tenía dos años y mi tío Manuel, el que sostenía parte de la economía de la casa, falleció en un accidente aéreo cuando papá tenía 15. Cinco años después, la hacienda que algo aportaba fue expropiada por Velasco. A pocos meses de eso, el terremoto del 70 derrumbó la rústica casa familiar en la costa de Huarmey. Mi padre no pudo ir a la universidad.
A mi padre no le importan las cosas. No las podía tener.
Mi padre me regala lo que puedo llevar dentro de mí.
Uno de mis primeros recuerdos es echado con él en su cama, a obscuras, escuchando a Vivaldi. Su educación en buena cuenta fue musical, quizás lo que más le agradezco, aunque nunca me inscribió en clases, lo que más le reprocho.
Fue entre los 10 y los 12 años que mi padre me expuso a experiencias que marcaron el camino por el que he seguido en la vida. A esa edad me introdujo al blues. Algo cambió aquella vez en el segundo anillo de Santa Cruz, Bolivia, donde vivíamos en un idílico mundo provinciano. Fue como si me hubieran tocado la cuerda del alma. A partir de entonces me llevó a escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven interpretada por la Orquesta Sinfónica Nacional en la Catedral de Lima. También a los Rolling Stones y a la Sinfónica de Londres. Mi padre me condujo al jazz y al bolero, al son cubano, a la cumbia y a la guitarra ayacuchana.
A mi padre no le gustan las novelas ni la poesía, pero a los 12 años me heredó la edición de Populibros de El viejo y el mar que leyó en el colegio. Fue mi inauguración en los libros, una obsesión que me llevó a leer enciclopedias y diccionarios y a viajar por mapas gigantescos que mi padre tenía en su biblioteca, donde además atesoraba 25 años de National Geographic y los tomos completos de Historia de la República del Perú de Basadre, que de adolescente leía por partes al lado de la ventana. Al cumplir 13, me regaló una Playboy con Charlize Theron en la portada. No me dijo nada cuando me vio leer Mein Kampf.
Mi padre nunca me llevó a Disney, pero en el verano del 97 hicimos un viaje íntimo de tres días en camioneta de Santa Cruz a Lima. Bajando por una infame Quebrada del Toro de Arequipa tupida de neblina, se me hinchó la vejiga al punto del dolor y le supliqué que se detuviera, pero me alcanzó una botella vacía de Coca-Cola. Todavía nos reímos de eso. Aquella vez aprendí que el viaje está en el camino.
Mi padre me introdujo al ron. Nunca terminaré de agradecerle.
Y me llevó a la Fórmula 1. Hace más de 25 años que nuestra tradición de domingo es ver carreras, a pesar del sueño o la resaca.
Por esas casualidades de la vida, hoy vivo en el departamento de Barranco que él ocupó cuando tenía mi edad. Por las mañanas me veo en su espejo. A veces está allí, en el reflejo, y aunque yo no tengo sus ojos azules ni él mi pelo lacio, parecemos el mismo hombre, los mismos aciertos, los mismos errores.