Enrique Zileri forjó su personaje mítico a punta de arranques operáticos, gestos heroicos y lo que hoy llaman habilidades blandas. Una combinación inusual que se traducía en un carisma arrollador. Con la aparente sencillez de los que se saben grandes, lideraba con inteligencia, buen humor y la rabieta ocasional. Aunque solía criticar los excesos de sus colegas, tampoco tenía dificultad en reconocerles logros. Dedicado al oficio divertido pero extenuante de la revistería, y no a otro como la televisión, evitó caer en la egolatría que consume a tantos periodistas, incluidos contemporáneos y pupilos.
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