Por: Gabriel Ruiz Ortega
Jaime Bayly y su novela más ambiciosa: Los genios, que aborda uno de los mayores mitos de la literatura mundial del siglo XX: el puñetazo de Mario Vargas Llosa a Gabriel García Márquez en 1976.
Sobre Los genios, CARETAS conversa con Bayly, en exclusiva para la prensa peruana.
—A diferencia de otras ocasiones, estás teniendo reseñas en cadena, algunas buenas, otras no. ¿Te esperabas algo así o el silencio?
No me esperaba el silencio. Me esperaba cierto revuelo. Me esperaba el escarnio, la censura y los temblores morales de los adulones y paniaguados del genio Vargas Llosa. Es mi novela más arriesgada, más peligrosa. Ha sido muy arduo hacer hablar a los genios, hacerlos pensar, hacerlos pelear. Ha sido muy difícil entrar en la intimidad de los genios, pero de otro modo no podía contarse bien contada la historia del puñetazo.
—Pero la novela es también un tributo a sus vidas y en especial a sus poéticas.
Por supuesto. Es un homenaje a los genios. No es, sin embargo, un homenaje solemne, un tributo reverencial. Es un homenaje insolente, si tal cosa es posible. La novela pretende mostrar a los genios artísticos en su dimensión más humana y vulnerable. Y no solo a Vargas Llosa y García Márquez: también a Neruda y Cortázar, a Sabina y Ribeyro, a Picasso y Edwards. Hay un montón de genios mayores en la novela porque la trama recrea una época gloriosa, es el fresco de una década poblada de genios de un talento descomunal. Porque si dos escritores mediocres se pelean a golpes, ¿a quién carajo le importa? Pero estamos hablando del genio más formidable en la historia del Perú y del genio más fabuloso en la historia de Colombia. Estamos hablando de dos premios Nobel. Uno no espera que un futuro Nobel le aviente un derechazo fulminante a otro Nobel y lo deje nocaut. Sería impensable en dos Nobel de Economía, o de Física, o de Química, ¿no es verdad? Pero estos dos genios literarios, años antes de ganar merecidamente el Nobel, acabaron a trompadas. Aquella amistad fecunda de vecinos y compadres no debió terminar así. Mario no debió darle ese puñetazo a Gabo. Mario había escrito un libro diciendo que Gabo era Dios. Y luego le pegó a Dios, le dejó el ojo morado a Dios, lo dejó nocaut a Dios. ¡Y todo porque Dios presumiblemente coqueteó con su mujer, Patricia Llosa! Pero si Dios coquetea con tu mujer, ¡es un honor, hombre, no me jodas!
—Todos coinciden en un punto: tu oído, que enriquece los diálogos.
Ha sido muy difícil recrear los diálogos de los genios mayores y los genios menores. Yo no sé de dónde me vienen los diálogos. Cuando escribo una novela que me ha obsesionado tantos años como Los genios, entro en una suerte de trance esquizofrénico y escucho voces díscolas en mi cabeza y aliento a que esas voces se expresen con espíritu libertino, caudaloso, torrencial. Veo a los genios conspirando, los escucho hablar, y entonces yo solo tomo nota, soy un mecanógrafo de lo que esos personajes me van dictando. Dicho eso, lo más difícil no han sido los diálogos de los genios, de sus mujeres, de la inventora de los genios que es Carmen Balcells. Lo más arduo ha sido recrear o revivir la noche en que Carmen organiza una fiesta de despedida a Patricia Llosa en una discoteca de Barcelona. Es el cráter de la novela, la caja negra. Lo que ocurre esa noche en la discoteca, y luego cuando Gabo lleva a Patricia al aeropuerto para que ella tome un vuelo de madrugada a América, y en el camino Gabo se despista o se extravía, y Patricia pierde el vuelo, y pasa luego lo que pasa entre ambos, es lo que más trabajo me ha costado fabular, porque el origen del puñetazo está en esa noche tremenda, caribeña, de parranda hasta el fin de los tiempos.
—Para ti: ¿escribir es perderlo todo o estar dispuesto a perderlo todo?
Un crítico ilustrado ha dicho que soy un escritor suicida. Es verdad. Soy un escritor suicida desde mi primera novela. En aquella novela me jugué la vida entera. Mi familia me decía: eres una vergüenza, no podrás venir más al Perú, nadie te dará trabajo en la televisión, morirás de sida como un perro callejero. Tenía pavor de publicar la novela, pero salté al vacío. Siempre he creído que el artista tiene que jugárselo todo por su obra: el honor, los amores, la decencia, las reputaciones, la comodidad burguesa, las alianzas editoriales provechosas, todo, absolutamente todo. Faulkner lo dijo así: “El artista es responsable solo ante su obra. Si es un buen artista, será completamente despiadado”. Yo lo he arrojado todo por la borda desde mi primera novela. No me interesa escribir de otra manera. Y además de suicida, soy un parricida. En mi primera novela maté literariamente a mi padre biológico. Treinta años después, he matado a mi padre literario. Era mi destino.
—Si bien Vargas Llosa y García Márquez son los ejes de la novela, las mujeres son empoderadas, incluso la misma Patricia.
Patricia es un personaje genial. Es un genio subestimado. La conozco, la he entrevistado en televisión, la admiro. Porque Patricia ha vivido siempre en las sombras, discretamente, sin afán de notoriedad. Ha tenido la grandeza de postergar sus sueños artísticos para alentar los de su marido durante cincuenta años. Y ha tenido la extraordinaria genialidad de perdonar a Mario una y varias veces. Ocurre en mi novela, ocurrió en tiempos recientes: a diferencia del genio artístico Vargas Llosa, que es rencoroso y vengativo, y que zanja sus cuitas a puñetazo limpio, Patricia sabe escuchar, sabe comprender, sabe perdonar. Lástima que Mario no le dio a Gabo la oportunidad de contarle su versión de los hechos en disputa. Porque yo creo que Vargas Llosa se afiebró de celos y, cuando derribó a Gabo de un golpe inesperado, fue por un momento su padre, el matonesco y desdichado señor Ernesto Vargas. El puñetazo fue un error ético, un error estético, un error literario. Lo que le hizo Vargas Llosa a García Márquez fue una cabronada de mala entraña. Y luego ¡no perdornarlo hasta que se murió, cuando Carmen y Gabo querían un reencuentro! Demasiado rencor, demasiada vanidad.
—Entre Vargas Llosa y tú, hay puntos en común en ese terreno de las eternas divisiones: la política.
Yo comencé a pelearme con los Vargas Llosa cuando ellos apoyaban al canalla de Toledo y yo lo combatía en televisión. Mario fue muy injusto conmigo. Me llamó esnob, chismoso, intrigante. Luego terminamos de pelearnos cuando ellos apoyaban al impresentable de Humala y yo lo combatía en televisión. En ambos casos, me enorgullezco de no haber votado por ese par de bribones. En la elección de Castillo hace dos años, yo apoyé públicamente a Hernando de Soto, pero los Vargas Llosa, por mezquinos, siguieron menospreciando e insultando a Hernando, llamándolo “Peluca” por ejemplo. Luego, en la segunda vuelta, fue francamente ridículo ver a Álvaro Vargas Llosa haciendo turismo político, poniéndose la camiseta de la selección y hablando como un predicador lunático y enrabietado en un mitin de Keiko Fujimori. Esa imagen me trajo otras memorables: Álvaro con una camisa amarilla, subido en un camión, gritando loas y alabanzas a Toledo cuando este ganó la primera vuelta, negando a su hija; Álvaro convirtiéndose en paje o amanuense del ladronzuelo chavista Humala; Álvaro y su padre apoyando el cierre del Congreso perpetrado por el felón de Vizcarra, aplaudiendo el golpe de Vizcarra solo porque el Congreso era fujimorista. ¡Y todo para terminar con Álvaro encaramado en un mitin de Keiko, pidiendo a gritos el voto por ella y casi cargándola en hombros, joder! No sé cuál de los dos amores era más improbable: el de Mario por la reina de corazones Isabel Preysler, saliendo en portadas de la revista Hola!, o el de su hijo Álvaro, babeando de amor por Keiko Fujimori en un mitin televisado.
—La política es un tema presente en varios pasajes de Los genios.
La política es un veneno que contamina, que corrompe y envilece al artista. Cuando un artista se mete en la política profesional, pierde siempre, se arrepiente casi siempre. Yo no quiero tener amigos políticos, poderosos, presidentes. Prefiero que mis amigos sean artistas. La belleza está en el arte, no en la política. Los artistas más sabios no se meten en la política profesional ni son arribistas o trepadores, no van por el mundo cultivando la amistad de los políticos y los jefes de Estado. Quiero decir: Borges no fue candidato a presidente de la Argentina, era demasiado sabio para caer en esa trampa de la vanidad. García Márquez conspiraba políticamente en las sombras, pero nunca fue candidato presidencial y se lo ofrecieron cien veces. Si Sabina se postulase a diputado, pensaría que se ha vuelto loco, que no debe dejar de cantar. Si Almodóvar aceptase ser ministro de cultura, me daría una pena muy grande porque estaría perdiendo el tiempo y dejaría de hacer sus grandes películas. Cuando un artista se postula a un cargo público, cuando se encuentra salivando de deseo por el poder político, cuando es más amigo de los políticos que de otros artistas, entonces se ha suicidado artísticamente.
—Tras publicar Los genios, ¿qué sensaciones/impresiones tienes de García Márquez y Vargas Llosa?
García Márquez nació genio. Vargas Llosa se hizo genio. Como decía Carmen Balcells, que fue mi agente y mi amiga, Mario es el primero de la clase, pero Gabo es el genio. Ambos son ya clásicos, inmortales. Pero los genios artísticos no siempre son geniales en sus vidas privadas. De eso va mi novela: de cómo los genios pueden hacer cosas horribles en sus vidas íntimas. Por eso he querido que Picasso aparezca también en la novela.
(Gabriel Ruiz Ortega).