Por un amparo que ampare

por Edgar Mandujano

Una de las expectativas que se generó en la Asamblea Constituyente de 1979, fue la de lograr un camino para combatir las inconstitucionalidades con las que, con mucha más que poca frecuencia, las autoridades laceraban a las personas y hacían trizas sus derechos fundamentales.

Desde que se decidió que la Constitución fuera normativa y no solamente una guía política de consejo para quienes estaban en el poder político, era claro que se debían incorporar los procesos constitucionales como garantía de las personas.

Para ello, estaba claro que se incorporaría el amparo y que se crearía el Tribunal de Garantías Constitucionales (ahora Tribunal Constitucional), como lo había adelantado en su zenit el gran Javier Valle Riestra. Este sería una jurisdicción especial para lo constitucional. Pero en el curso de los debates, los magistrados de la Corte Suprema de entonces hicieron toda la presión posible, en especial con los constituyentes más veteranos de la época, para que no se le privase a este organismo de la facultad de derecho en materia constitucional.

En realidad, no se lo merecían. Javier les recordó que casi nunca, por no decir nunca, habían tenido coraje para enfrentar al poder. Bastaba recordar los fallos del semanario “Ahora” o el de la aplicación de la “ley de emergencia” o del caso Raymundo Duharte para darse cuenta que no darían la talla para cumplir con ese propósito.

Pero tan intenso fue el lamento y tan grandes las promesas, que la Asamblea cedió: los procesos constitucionales se tramitarían primero ante el Poder Judicial, e irían al Tribunal Constitucional (TC) solo en última instancia. El Poder Judicial había hecho “mea culpa” institucional y prometió de mil maneras que cumpliría con lo que hasta ese momento no había cumplido.

Pues bien, esa concesión de los constituyentes sirvió de poco. Luego de tantos años, esta promesa aún no se cumple.Salvo algunas notables excepciones, la realidad es que ni con juzgados y salas constitucionales, el Poder Judicial a través no de todos, pero de muchísimos jueces analiza los procesos constitucionales dentro del rol que se espera de esa magistratura.

Mucho menos todavía para los casos de Habeas Corpus o Amparo contra resoluciones judiciales. Si en los casos de las violaciones cometidas por las autoridades de otros poderes, ya parece casi un milagro el obtener un triunfo aunque la causa sea clara, cuando se trata de amparo contra resoluciones judiciales (es decir, aquellas inconstitucionalidades cometidas por los mismos jueces) allí sí que se llega al casi imposible, llevando a los ciudadanos a “perder la fe” casi en lo absoluto en el Poder Judicial.

Mil pretextos, repetición de citas de paporreta que no vienen al caso, “copy and paste”, temores reverenciales, ratificación de violaciones evidentes, pronunciamientos esquivos para no resolver lo que se les pide bajo el argumento de “que lo que en realidad quiere decir el demandante es …” (como si el que pide no supiera qué pedir) hacen que casi nunca cumplan con su deber. Parece como que consideraran que los jueces de la Corte Suprema o de las superiores son infalibles.

Todo eso nos lleva a pensar en la imperiosa necesidad de quitar esa atribución a quienes no han sabido cumplirla en beneficio de los compatriotas. Nos obliga a pensar en una modificación radical que permita devolverles a los ciudadanos la posibilidad de que un órgano independiente y capaz, como el TC actual o alguno de los tribunales que lo precedieron, vuelvan a poner las cosas en su sitio y declaren fundados, sin salirse por la tangente, esas garantías que Carlos Sánchez Viamonte, gran maestro argentino, definiera como “el último remedio jurídico contra la arbitrariedad”.

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