Eduardo Bruce Montes de Oca
El lunes 20 de enero asumió como presidente de los Estados Unidos un condenado por la justicia de su país. Su discurso incendiario, donde todo parece permitido, incluso la mentira, lo ha consolidado como un eficaz enemigo de la prensa y un crítico feroz del establishment político estadounidense. En una palabra: un outsider 2.0.
Su política general combina un enfoque imperialista con un marcado aislacionismo. Su agenda manifiesta incluye propuestas como recuperar el canal de Panamá, tomar el control de Groenlandia y renombrar el golfo de México como “Golfo de América”. Estas no son meras declaraciones efectistas; detrás de ellas se encuentra la intención de transformar la Guerra Fría con China en acciones concretas. Aunque las empresas chinas no controlan el canal de Panamá, sí operan en él, y por sus aguas navegan incluso buques de la Marina estadounidense. Groenlandia, por su parte, posee reservas significativas de tierras raras, esenciales para las baterías de vehículos eléctricos. Lo del golfo de México es una manifestación del perfil imperial que Trump busca instalar en el imaginario global.
En el ámbito del comercio exterior, su estrategia plantea aumentar los aranceles a productos importados para estimular la producción interna, apelando a una ilusoria y efectista nostalgia por una época en la que un obrero de una planta automotriz podía permitirse una vida cómoda con dos automóviles en su hogar. (Make America Great Again). Según esta narrativa, los enemigos son los países productores que abastecen el mercado interno estadounidense, a quienes acusa de enriquecerse a costa del empobrecimiento del pueblo norteamericano. Bajo esta lógica de suma cero, plantea que el bienestar de los estadounidenses llegará a expensas de los ciudadanos de esos países productores.
El cierre de fronteras, tanto físicas como virtuales, es una pieza central de su oferta. Desde el primer día, se han puesto en marcha políticas para restringir la inmigración y deportar a extranjeros. El mismo 20 de enero, se cerró en Ciudad Juárez un sistema mediante el cual los mexicanos podían solicitar asilo.
Su alianza con sectores religiosos más conservadores lo ha llevado a declarar que solo se reconocerán dos géneros: hombre y mujer. Este pronunciamiento supone un duro golpe a los sectores progresistas, que habían logrado el reconocimiento oficial de las personas no binarias.
Las bases autocráticas de su gobierno se reflejan en su trato diferenciado: indulgencia hacia sus partidarios y mano dura hacia sus detractores. Ha otorgado amnistía a los involucrados en la toma del Capitolio el 6 de enero de 2021, con la excepción de aquellos acusados de crímenes de sangre. Asimismo, ha anunciado una reforma al sistema judicial para “impedir que sea utilizado como arma política”. Sin embargo, esta supuesta intención de proteger la imparcialidad judicial parece más bien una advertencia de que los detractores del pasado serán los nuevos perseguidos.
En política internacional, Trump ha marcado un precedente al invitar a su toma de posesión a líderes en ejercicio que comparten su filosofía disruptiva de gobierno. Entre los asistentes estuvieron Giorgia Meloni de Italia, Javier Milei de Argentina, Daniel Noboa de Ecuador, Nayib Bukele de El Salvador y el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga.
Su cercanía con los grandes actores del sector tecnológico fue evidente entre los invitados destacados, como Jeff Bezos (Amazon), Mark Zuckerberg (Meta) y Elon Musk. Bezos, propietario del Washington Post, censuró la intención de la dirección periodística de su medio de respaldar oficialmente a Kamala Harris.
En un artículo reciente de El País, Moisés Naím argumenta que el auge de líderes outsiders como Trump es el resultado de un estancamiento político y un profundo descontento social. Este descontento se traduce en apoyo electoral hacia candidatos que atacan con mayor agresividad el statu quo. En un mundo donde cualquier ciudadano descontento tiene un megáfono (las redes sociales), los electores oscilan de un extremo a otro, movidos únicamente por su oposición a los gobernantes actuales.
Su triunfo es el reflejo de este descontento. En su discurso inaugural declaró: “Nuestro gobierno enfrenta una crisis de confianza. Durante años, un establishment radical y corrupto ha despojado de poder y riqueza a nuestros ciudadanos, mientras los pilares de nuestra sociedad se desmoronaban. Ahora tenemos un gobierno que no puede manejar siquiera una crisis doméstica, mientras tropieza constantemente con eventos catastróficos en el extranjero…”
Aunque sus políticas parecen estar basadas en un juego de suma cero, donde el bienestar de Estados Unidos se logra en detrimento de otros países, esta lógica es errónea y no aplicable en contextos como el de América Latina. Países como Perú necesitan integración para aprovechar economías de escala, no modelos autárquicos o aislacionistas.
En resumen, el camino hacia el desarrollo en Perú no pasa por adoptar modelos como los de Trump o Milei, sino por fortalecer la gestión pública, combatir la corrupción y apostar por nuestras fortalezas: recursos minerales, agroindustria, acuicultura y el empuje de nuestro pueblo. Ojalá que quienes pretendan la presidencia del Perú el 2026 sean conscientes de ello.