Más allá de un nuevo aniversario: memorias, silencios e improntas de la migración japonesa en el Perú

La migración japonesa al Perú es una historia abierta llena de giros, silencios y retornos donde los japoneses dejaron de verse –y ser vistos– como extraños.

por Edgar Mandujano

Enrique Urteaga, Investigador de Estudios Indianos de la Universidad del Pacífico

Este 3 de abril se conmemora un año más de la llegada del buque a vapor Sakura Maru al puerto del Callao y se producen una serie de gestos previsibles: se mencionan fechas, cifras, monumentos; se celebran los aportes nikkei; y se suele pasar la página. La migración japonesa no es un episodio cerrado, es como una corriente que ha marcado hábitos, produce silencios y genera debates en la sociedad peruana. Por ello, propongo que miremos hacia donde hemos investigado poco: en las teorías olvidadas, los gestos simbólicos y los vacíos en la memoria. Y es que toda historia migrante tiene zonas visibles, pero también capas que aún esperan por ser contadas.

Antes de la llegada del Sakura Maru en 1899, la presencia de japonesa se remonta a la época virreinal. En 1613, en un padrón, se registran 20 “indios xapones” que vivían en Lima. Estos habrían llegado de distintas maneras y trabajaron como sirvientes, artesanos e incluso comerciantes. Sin embargo, sabemos que años antes algunos asiáticos participaron durante la construcción de El Puente de Piedra de Lima a inicios del siglo XVII. Esto quiere decir que el número de japoneses pudo ser mayor para esos años. Esta presencia temprana y poco explorada nos dice que el vínculo entre Japón y el Perú es más antiguo y profundo de lo que solemos creer.

En la plaza del distrito de La Victoria – Lima – encontramos el monumento a Manco Cápac. Esta obra fue donada, en el marco de las celebraciones por el Centenario de la Independencia del Perú, por la comunidad japonesa como un acto simbólico para rendir homenaje al fundador mítico del Tahuantinsuyo. Inaugurado en 1926, este gesto ha sido leído por algunos como una apropiación afectiva que les ha permitido fantasear con el origen japones del personaje. Franciso A. Loayza lo afirmó en su libro Manko Kapa, en el que entrelaza vocablos y mitos de dos culturas que no le parecían distantes. Con lo cual, podemos interpretar que hay gestos que dicen más que las palabras pues en la figura de Manco Cápac los migrantes encontraron quizá una posibilidad de pertenencia.

Cuando los japoneses llegaron en el Sakura Maru, el Perú miraba hacia Europa; sin embargo, había una minoría ilustrada que veía el peso cultural de Asia. José de la Riva-Agüero y Osma, polígrafo peruano, visitó Japón en 1939 y quedó encantado con su tradición, cultura e ideas políticas. Para él, el Japón era una “Esparta moderna” con la cual el Perú podía dialogar y de la que podría aprender de su disciplina y de su proceso de modernización sin ruptura cultural con su pasado.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la comunidad japonesa en el Perú fue blanco de sospechas. El miedo justificó políticas represivas que devinieron en saqueos y deportaciones que el gobierno de turno manejó bajo sus propios intereses y los de terceros: durante décadas, estos episodios se silenciaron y se diluyeron de la memoria pública. Hoy, no desde la denuncia, sino desde la reflexión, el arte y las humanidades han comenzado a recuperar esos episodios. Películas como Hatsu (2019) nos ayudan a mostrar cómo la otredad, aun cuando es dolorosa, se puede volver un punto de encuentro que nos integra en una historia compartida. Como comunidades, hemos aprendido a imaginarnos mutuamente y eso también es memoria e identidad.

A fines del siglo XX, miles de nikkei peruanos emprendieron el viaje inverso: partieron a Japón como trabajadores migrantes en busca de estabilidad económica. Para muchos, fue una sorpresa descubrir que sus apellidos no bastaban para ser reconocidos pues eran extranjeros con rasgos familiares. A pesar de ello, se adaptaron, trabajaron y algunos decidieron echar raíces en el país del Sol Naciente. Hoy, sus hijos –ya adultos y muchos sin saber hablar el español– se sienten más japoneses que peruanos. Algunos, han visitado el país de sus abuelos con algo de desconcierto pues el Perú les resulta familiar, pero ajeno. ¿Será posible que los migrantes mayores aún sueñan con el regreso? Ellos –que pronto serán abuelos– llevan en sus memorias un país al que probablemente ya no volverán, pero que recuerdan al compartir su música, comida y tradiciones.

Actualmente, hay formas de integración que no se declaran, pero se practican en el tatami. Los dojos peruanos acogen a estudiantes y practicantes de toda ascendencia. Ellos repiten saludos, revererencias y tradiciones propias del karate, judo, kendo y aikido. Recordemos que incluso el sumo, alguna vez se practicó bajo el cielo peruano. En la mesa, el mestizaje se sirve y se combina. La cocina nikkei no se impuso, sino que sedujo al paladar del peruano. Aunque nació en la casa de los migrantes, entre la memoria, la escasez y la adaptación, rápidamente llegó a los mercados. Si hoy hablamos de maki acevichado, tiradito o yakimeshi, no nos suena exótico. Incluso el Ajinomoto –sazonador umami– terminó siendo parte de la alacena peruana.

La migración japonesa al Perú es una historia abierta llena de giros, silencios y retornos donde los japoneses dejaron de verse –y ser vistos– como extraños. Los peruanos, a su vez, incorporaron rasgos, sensibilidades y símbolos japoneses como parte del propio paisaje cotidiano. Por ello, rememorar cada año este aniversario nos ayuda a posar y profundizar nuestra mirada en el fenómeno migratorio de un país que avanza y se sostiene por su gente: peruanos de todas las sangres.

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