Escribe: Jaime de Rivero
La muerte de Mario Vargas Llosa es una pérdida enorme para todos los peruanos. No hablaré aquí de sus notables cualidades literarias ni de la universalidad que alcanzó su nombre, sino de la honestidad con la que condujo sus ideales a lo largo de su vida. Por encima de sus logros, Vargas Llosa fue un hombre íntegro, fiel a sus convicciones, que no es otra cosa que la coherencia entre lo que se piensa y lo que se hace.
La libertad y la democracia son dos ideales fundamentales en el pensamiento vargasllosiano. Su compromiso con ellos, plasmado en sus columnas publicadas durante décadas en los principales diarios del mundo, lo convirtió en un referente internacional y un tenaz opositor de todas las dictaduras, especialmente las iberoamericanas, a las que combatió por igual, sean de derecha o izquierda.
Consecuente con esos principios, Vargas Llosa se opuso públicamente al autogolpe y al gobierno autoritario de Alberto Fujimori. Se dijo entonces que por orgullo nunca superó la derrota electoral de 1990, que no se sentía peruano, entre otras conjeturas propias de los resentidos y de los incapaces de respetar una opinión divergente. Lo cierto es que su postura internacional generó el rechazo de muchos, sobre todo entre quienes nos quedamos, y sacrificamos, en el Perú durante los años noventa, que, habiendo padecido el caos absoluto de un país arruinado y sin futuro, vimos con entusiasmo su resurgir milagroso de la mano de Fujimori, que venció al terrorismo y a la hiperinflación que tanta destrucción habían ocasionado.
A partir de esos años, muchos vieron en el escribidor al perdedor frustrado que, desde la comodidad parisina o madrileña, ponía en riesgo la insólita prosperidad que tanto esfuerzo había costado.
Fiel a su verdad, Vargas Llosa intervino en la política peruana para evitar que Keiko Fujimori alcance la presidencia y libere a su padre, a costa de promover males peores como los gobiernos nefastos de Humala, Kuczynski y Vizcarra, reviviendo el sentimiento de rechazo en cada elección. Sin embargo, cuando la patria estuvo al borde del abismo ante la izquierda primitiva, totalitaria y filo senderista de Castillo y Cerrón, tuvo la grandeza de apoyar públicamente a Keiko, siempre anteponiendo la libertad y la democracia por encima de todo. Entonces se reconcilió con muchos de sus detractores, a la par que se ganaba la enemistad de los odiadores de siempre, algunos de ellos ahora festejan su partida con bajeza.
Celebrar la muerte de una persona es uno de los actos más viles y miserables del ser humano. Regodearse en ella o arremeter en insultos y ofensas inoportunas, sólo refleja una pobre calidad humana. Nada extraño en las redes sociales en donde abundan los cualquiera, y los tontos y las tontas, que, por tener un puñado de seguidores, se creen capaces de cometer excesos, escudándose en un concepto deforme de libertad, exenta de valores y, lo peor, de sentido común.
La primera vez que vi a Vargas Llosa fue ante de ingresar a la universidad, en el mitin de cierre de campaña de las elecciones de 1990. Recuerdo que quedé impactado por la convicción de sus ideas y la firmeza de sus palabras al exponer la propuesta liberal que rescataría al Perú del hoyo en el que estaba. Creí en eso. Y es que, en la primera juventud, como dijo el padre Guillermo Leguía en una homilía dirigida a los jóvenes que como mi hijo quieren recibir la confirmación, se forman los ideales que lo acompañarán a uno por el resto de la vida. La libertad y la democracia son dos de esos valores principales y si bien están entrelazados, a veces, en países fallidos como el nuestro, resultan difíciles de mantener unidos.
Siempre lo admiré. Lo vi de cerca tres veces. La primera fue a finales de los noventa en una muestra individual de su amigo Fernando de Szyszlo en la galería Camino Brent de San Isidro. Muchos años después, en el Centro Cultural de la Universidad Católica, con ocasión de la puesta en escena de una de sus obras, gracias a mi amigo Juan José Cabello que me reservó un asiento a su lado sin que yo lo pidiese. No le hablé porque noté que su esposa Patricia tenía la misión de atajar a los advenedizos que iban apareciendo. Y en verdad, yo no tenía nada valioso que decirle.
La última vez fue en la plaza de Acho, antes de una corrida. Lo busqué en el tendido para obsequiarle mi libro sobre Enrique Ponce y sus 20 años de toreo en Lima. Me dijo que lo leería porque además de ser un amigo entrañable, Enrique era el torero más completo que había visto jamás, incluso por encima del mítico Antonio Ordoñez. Hablamos unos pocos minutos de toros y también de la revista Caretas, en donde ambos escribíamos. Quizás por esto, y porque era domingo, lo haya hojeado o leído, eludiendo el control de su secretaria, que tenía la tarea de seleccionar los libros que llegaban a sus manos, entre decenas que recibía a diario de todas partes del mundo. Eso le entendí, o quise entender.
En los últimos años, Vargas Llosa defendió la tauromaquia con la misma integridad y coherencia con las que condujo sus ideales por el escabroso mundo de la política. Lo hizo públicamente y sin reservas, a pesar de que con ello se ganaba la enemistad de muchos. Y es que esa defensa tan dificultosa es, en esencia, también la de la libertad.
Las ofensas de los simples y diminutos que celebran su partida, solo los envilece más. Los mantiene en la insignificancia, pues ya no podrán dañar su imagen, mucho menos la monumentalidad de su obra que forma parte, y para siempre, del patrimonio de la humanidad.