Entrevista: Enrique Chávez
Para muchos quinceañeros peruanos de los primeros 90, la introducción a James fue una pieza del rompecabezas de educación musical que se quedó armado para siempre. Llegó vía radio Doble 9, como solía ocurrir con las bandas indie que no disfrutaban de exposición masiva local en tiempos sin internet, y tocó un nervio colectivo, pero al mismo tiempo “caleta”.
La historia es conocida: tomaron su nombre del del bajista Jim Glennie porque era el que sonaba mejor. Cuando comenzaron, los muchachos de Manchester le encantaron a Morrissey y The Smiths se los llevaron de teloneros. Tras el éxito inicial de Gold Mother (1990) y Seven (1992, su momento más U2 producido por Youth de Killing Joke), perdieron al trompetista avant garde Andy Diagram y el legendario Brian Eno los cubrió con su manto sónico para Laid (1993), un disco melancólico y marcadamente acústico que los llevó a otras ligas. Eno le produciría cuatro discos más.
En el ojo de la tormenta estaba Tim Booth (65). Entró como bailarín, pero se volvió rápidamente el cantante. Abstemio de todo tipo de estimulantes que no fueran endorfinas debido a una condición hepática que le viene de la infancia, vivió y padeció la decadencia de su entorno rockero. Tras la salida del guitarrista Larry Gott en 1997, sacaron dos discos más y la despedida de Booth llegó en 2001. A pesar de la intención inicial James no volvió a arrancar sin él, que se dedicó a la actuación y un proyecto solista.
Seis años más tarde volvió la formación de Seven y un tiempo después Gott volvió a marcharse, un probable gatillo para los cambios musicales descritos en la entrevista. Hoy su alineación se extiende a nueve integrantes, incluidas una segunda vocalista y una segunda baterista. James vuelve a Lima por tercera vez como cabeza de cartel en el Veltrac Music Festival el 9 de noviembre en Costa 21, con Bomba Estéreo, Molchat Doma, Primal Scream y Santiago Motorizado. Entradas a la venta en Teleticket.
—Treinta años atrás, cuando empezamos a escuchar a James en el Perú, supimos que sus canciones nacían de largas sesiones de improvisación. ¿Eso se mantiene en esta segunda etapa del grupo?
—Sí, nada ha cambiado. Todas las canciones surgen de la improvisación entre cuatro miembros de la banda. Solemos alquilar una cabaña en Yorkshire, con una vista preciosa de los valles, y pasamos ahí seis horas diarias durante cinco o seis días. Hacemos eso tres veces al año y terminamos con unas 120 piezas musicales. Luego cada compositor elige las que más le atraen e intenta convertirlas en canciones. Después, el resto del grupo añade voces, trompeta, batería… Es un proceso muy colectivo, aunque con etapas diferenciadas: nueve personas no pueden improvisar al mismo tiempo. Por eso mantenemos un núcleo de cuatro que lleva mucho tiempo haciéndolo.
—Con el paso de los años, ese núcleo que toma las decisiones ha pasado por algunos cambios en sus integrantes. ¿Cómo funciona hoy la democracia dentro de James?
—No es una democracia plena. Después de los jams, yo paso unos seis meses escribiendo las letras. Hay canciones que me “llaman” y otras que no. Algunas me despiertan a las cuatro de la mañana con versos, otras simplemente no me tocan, y tengo que esforzarme más para no dejar el trabajo de un compañero sin palabras. Eso me da un poco más de peso dentro del proceso, porque mi parte requiere más tiempo. Lo mismo ocurre con los conciertos: ciertas canciones son emocionalmente difíciles para mí. Don’t Wait That Long, por ejemplo, me deprime; cantar algo tan doloroso puede alterar todo el ánimo del show. Así que no es una democracia total: Jimmy (Glennie) y yo, que llevamos 44 años juntos, somos el centro. Luego están Saul y Mark, y después el resto. Pero todos opinan, y si la mayoría empuja hacia algo, se hace.
—James es una de las pocas bandas que han tenido una “segunda vida” tan larga y relevante. Ese segundo acto no solo ha perdurado, sino que ha sido creativo y vital, casi igualando la primera etapa de la banda tanto en cantidad como en calidad de álbumes. ¿Cómo describirías las principales diferencias entre esas dos eras, tanto en lo creativo como en lo personal? ¿La edad juega su papel?
—Gran pregunta. La gente piensa que fuimos más grandes en los noventa porque éramos jóvenes, lindos, parte de la cultura juvenil que tanto ruido hacía en los medios. En realidad, somos más grandes ahora: nuestra música nueva ha traído a una generación más joven. En los conciertos hay público que pide los temas de los noventa y otros que quieren los actuales, y eso es un gran problema que tener (ríe). Nos sentimos reconocidos pese a la edad. La belleza es un privilegio, quizá el más grande, y ya no lo tenemos —tal vez las mujeres de la banda sí—, pero poseemos otro: el de la sabiduría. La experiencia nos permite mantener estándares altos. Estoy tan orgulloso del trabajo reciente como del de los noventa. Claro, ya no tendremos un hit de radio, porque a las bandas de sesenta años no se les permite en una cultura obsesionada con la juventud.

—Los últimos discos como All the Colours of You (2021) y Yummy (2024) muestran una base más electrónica y rítmica. ¿Fue una evolución natural o una decisión consciente para conectar con un público joven?
—Hay antecedentes. Canciones como Play Dead, del álbum Whiplash (1997), ya eran bailables. Pero sí: en los últimos quince años hemos buscado deliberadamente ese pulso. Yo soy bailarín, así que siempre quiero que haya un ritmo que mueva las caderas. Jimmy también cambió su estilo: antes tocaba el bajo muy arriba, casi melódico; ahora suena más sucio, sensual. Nadie lo planeó, simplemente ocurrió y nos encantó. Era algo que ya estaba en nosotros y que ahora abrazamos más abiertamente.
—El baterista Dave Baynton-Power no participó en la última grabación. ¿Cómo afectó eso al proceso?
—Eso empezó con Living in Extraordinary Times (2018). Los dos productores eran bateristas, y tocaron mucho del material en el estudio; por eso sumamos a Debbie (Knox-Hewson), y ahora tenemos dos bateristas para manejar los ritmos. Luego vino All the Colours of You, grabado en plena pandemia: yo estaba en California y Dave en Inglaterra. En general, los productores empujan hacia direcciones nuevas, más groove. Dave es un gran baterista en vivo, pero no disfruta los jams de seis horas: lo agotan. Por eso a veces tomamos otro camino para luego llevarle las canciones terminadas.
—Su conexión con Perú y países como Chile y Brasil parece haberse construido desde una lógica independiente, no de masas. ¿Lo ven así?
—Totalmente. La primera vez que fuimos a Perú no sabíamos que teníamos un público tan grande. Las disqueras estadounidenses nunca te dicen que eres popular en Sudamérica, porque no pueden hacer dinero ahí. Así que fue un descubrimiento hermoso: llegar a un país y ver a tanta gente que te sigue sin campañas ni publicidad. Ese tipo de relación espontánea es la mejor. Amo venir al Perú. Es un país con magia verdadera: la selva, los chamanes, las líneas de Nazca, los cráneos trepanados de los museos… todo irradia algo místico. Pasamos varias semanas en Cusco y en el Valle Sagrado; fue una experiencia profundamente espiritual.
No consumes drogas por un tema de salud y has mencionado experiencias espirituales guiadas por chamanes. ¿Alguna de ellas ocurrió en Sudamérica —en Perú o Brasil—, quizá con ayahuasca? ¿Cómo han moldeado esos viajes tu visión sobre la creatividad, la conciencia o el performance?
Sí. Yo no tomo nada: alcohol o marihuana quizá una vez al año, como algo especial para escuchar un disco nuevo —“a ver cómo suena con weed”—, y ni siquiera me hace mucho bien. Hace algunos años trabajé con un chamán peruano que me voló la cabeza y pareció sanar mis problemas de hígado, que tengo desde niño. Sigo trabajando con él y con su esposa, y ese trabajo me parece asombroso.
Vengo de una formación en meditación, así que tengo maneras de integrar esas experiencias. He enseñado danza extática por 30 años, y eso también me da herramientas para integrarlas. No se trata de un “subidón” superficial: pueden enseñarte algo real. También sé que en Perú hay gente harta del turismo de ayahuasca, que puede ser abusivo. Por eso soy cuidadoso con lo que digo al respecto.
—Tus letras siempre han explorado la conexión, la espiritualidad, el amor, la búsqueda de sentido. ¿Cómo influyó esa trayectoria al escribir tu primera novela, When I Die for the first time, publicada el año pasado? Recibió buenas críticas y tiene mucho sexo explícito.
—Me tomó más de diez años escribirla. Creo que fue una manera de procesar traumas de los noventa, cuando yo estaba completamente sobrio y varios compañeros de banda se volvieron adictos a distintas sustancias. Temí que alguno muriera, y me sentía muy solo. Así nació una historia sobre un cantante, Seth Brakes, con problemas de adicción. También quise hablar de la sexualidad sagrada, un tema tabú del que nadie enseña nada. La novela es una comedia oscura sobre el deseo, el amor, los fantasmas y las adicciones. He recuperado los derechos sobre el libro porque no me gustó el trabajo de la editorial y en un par de meses saldrá la versión en audiolibro. Estoy preparando una segunda parte: el personaje principal termina en el Amazonas peruano, donde inicia un viaje de sanación. Ahora mismo Seth Brakes está en Perú. Esa será la historia del próximo libro, si logro completarlo. Escribirlo fue dificilísimo, pero necesario.
 
			         
			        