Las corbatas rojas colgaban torcidas en los cuellos de varios fans. Algunos las llevaban bien ajustadas, otros las dejaban sueltas. Esa prenda, heredada de la época de American Idiot, sigue calando hoy, más de veinte años después de lanzado el álbum. Había también chaquetas negras, sombras delineando ojos cansados y cabezas de treintones y cuarentones donde ya asomaban entradas y canas. Un campo al 80% y tribunas con huecos no restaban fuerza a la imagen, porque el Estadio San Marcos estaba listo para recibir, por tercera vez, a Green Day. Previamente ya lo había hecho en 2011 y 2017.
La previa no fue caótica, apenas un par de aglomeraciones afuera. Nada desbordado. La multitud se ordenaba por franjas generacionales: adolescentes que recibieron estas canciones como herencia de sus hermanos mayores, veinteañeros que crecieron con ellas, treintañeros y cuarentones que recordaban haberlas escuchado cuando aún eran novedad. En el aire, un frío tolerable, con la amenaza de una llovizna que tardaría en llegar.
Pero antes, el aperitivo. Bad Nerves, banda inglesa apadrinada por Billie Joe Armstrong que mezcla power pop, punk y hardcore encendió la mecha. Y aunque no eran el principal atractivo, lograron sacudir algunas cabezas.
El telón se abrió con un guiño teatral: Bohemian Rhapsody como introducción colectiva, miles de gargantas jugando a ser Mercury coreando el prolongado “mamma”. Luego apareció Drunk Bunny, ese conejo que la banda arrastra hace más de dos décadas, animando con gestos absurdos y un set de clásicos prestados: Ramones, Queen, Joan Jett. Un teatro punk que funciona como ritual de inicio. Y entonces, el rasgueo de Billie Joe Armstrong —reconocible, cortante, inmediato— dio inicio a American Idiot. El estadio saltó enérgicamente. No hubo tiempo para entrar en calor.
Holiday cayó enseguida, con Armstrong gritando “the represent from Perú has the floor” y provocando un rugido fuerte del público. El tramo inicial de la noche demostró que Green Day no necesita recursos extra, solo tocar los himnos que han definido su sonido y marcado generaciones de fanáticos. En Know Your Enemy, subieron a una fan. Apenas pudo cantar, entre gritos y emoción, pero no importó porque la postal ya estaba completa.
El show avanzó alternando energía y respiros: Boulevard of Broken Dreams hizo cantar más al público que a Armstrong; Hitchin’ a Ride encendió otra hoguera, y el guiño de “Iron Man” de Black Sabbath fue recibido como un homenaje al reciente fallecido Ozzy Osbourne. Hubo pogos incluso en canciones poco aptas para ello —She, Coming Clean, Basket Case—, pero con un orden curioso. De hecho, un reloj caído fue devuelto de inmediato.
Las canciones nuevas, en cambio, no prendieron. One Eyed Bastard, Dilemma, Bobby Sox, del album Saviors, fueron más bien un paréntesis, con pocos fanáticos cantándola. Ni siquiera la rareza de Redundant, tocada completa por primera vez desde 2001, consiguió despertar mayor entusiasmo entre los fanáticos. A este punto, el diagnóstico era claro. Lima quería los clásicos, y cuando llegaron, respondió. Longview, Welcome to Paradise, St. Jimmy, Brain Stew, Jesus of Suburbia: ahí estaba el corazón del concierto.
En Jesus of Suburbia, Armstrong modificó la letra de Jesus of Suburbia. “Running away from pain like kids in Palestine”, en referencia a la situación que atraviesa Palestina.
El despliegue visual acompañó con precisión. Luces en blanco, negro y rosa, en sintonía con la estética de Saviors, la última entrega de estudio. Pirotecnia que sorprendió más de una vez por lo estridente, al borde de lo excesivo. Armstrong, como siempre, enérgico y mandón; Mike Dirnt acercándose a su compañero en gestos cómplices y haciendo piruetas mientras ejecutaba sus precisas líneas de bajo; Tré Cool exagerando su papel hasta terminar lanzando baquetas cada dos canciones como siempre.
La emoción se volvió un poco más íntima con Wake Me Up When September Ends. No podía ser más oportuno: los últimos días de agosto, septiembre asomando, y el estadio entero cantando como si esa coincidencia tuviera un sentido secreto. Después de casi dos horas, el cierre se impuso. Bobby Sox, con su coro juguetón (“do you wanna be my girlfriend? / do you wanna be my boyfriend?”), no convenció del todo, pero regaló un momento inesperado: Mike Dirnt besó en la mejilla a Armstrong, gesto mínimo que se volvió símbolo de la noche. Acabada la canción, Tré Cool procedió a tirar los toms encima de su batería para retirarse del escenario con el resto de la banda.
Y entonces, la despedida: Good Riddance (Time of Your Life). Armstrong arrancó solo con su guitarra acústica, la lluvia ligera empezó a caer, y los versos sonaron en coro. Después se unieron Mike y Tré, lo abrazaron, y los tres se despidieron de Lima, que ya los había visto dos veces, y que volverá a esperarlos en la siguiente gira.
En medio de esa multitud estaba también un niño de doce años, ahora adulto, que soñaba con este concierto desde hace tiempo. Ese sueño, bajo una lluvia chispeante tenue, finalmente se cumplió.