“Gracias, por tanto, maestro”

El Torero de Lima Enrique Ponce se despidió de Acho saliendo por la puerta grande, en una tarde histórica. Actuó en mano a mano con Joaquín Galdós que cortó una oreja.

por Edgar Mandujano

Escribe Jaime de Rivero

El domingo pasado concluyó una etapa memorable en la historia de Acho, que se extendió por más de tres décadas, en las que tuvimos el privilegio de gozar del arte genial de uno de los grandes toreros de todos los tiempos.  Enrique Ponce se despidió con los honores propios de la figura inmensa que es. Cortó dos orejas con una faena de las suyas y abrió la puerta grande por duodécima vez, convirtiéndose en el diestro que más veces ha salido en hombros en la feria del Señor de los Milagros, creada en 1946.

Magnifico colofón de quien ha sido ídolo absoluto desde su exitoso debut en 1991, cuando desorejó a Canuto de Capiro de Sonsón.  A este importante suceso le siguieron faenas de gloria a lo largo de las veinte ferias en las que intervino; entre 1993 y 2013, no hubo tarde en que no corte trofeos en Acho, lo que no tiene parangón alguno.  

En la memoria de todos están grabadas las cuatro orejas del lote de Xajay, el rabo de Halcón, la proeza con el de Bernaldo de Quirós y los triunfos con ganado de Roberto Puga.  Treinta y tres orejas y un rabo, el último concedido en Acho en 25 años, cinco Escapularios de Oro, que debieron ser más, así como varias marcas imbatibles, integran una trayectoria única y formidable que yace en los anales de la plaza del Rímac.

Con esa sensibilidad tan propia, la afición limeña intuyó el devenir de su precoz maestría, pronto depósito su fe en él y se volvió fervorosamente poncista, como en su momento fue belmontista y manoletista. Con su categoría en el ruedo, el de Chiva fue ocupando el lugar preferencial que dejaba el recordado José María Manzanares, principal referente de nuestra plaza en los años 70 y 80.  Con el tiempo, se le hizo Torero de Lima, distinción reservada para muy pocos espadas, tan solo Luis Procuna, Antonio Bienvenida, Ángel Teruel y Manzanares.  

Enrique Ponce pertenece a la estirpe torera de unos pocos privilegiados. Su tauromaquia lo sitúa en la línea de los diestros poderosos, que pueden entender y dominar a toda clase astados. Confluyen la técnica, el valor, la clase y el empaque, que son principales atributos de su toreo, a los que se añade el don de una inteligencia superior, que le ha permitido resolver en la cara del toro, dando lugar a la llamada “difícil facilidad”, que consiste en hacer pasar por simple lo que es laborioso y difícil.  Algo que naturalmente, muchos ni se enteran.

La corrida estuvo a punto de arruinarse por el juego desesperante del encierro de El Pilar, de correcta presentación, pero sosos, sin fuerza, codicia, trasmisión ni fondo de bravura. Si bien empujaron en el caballo, tendían a salir sueltos sin mayor acometividad. En la muleta humillaron, pero rematando por alto cuando no descompuestos.

La excepción fue el quinto, colorado listón, que humillaba y repetía, al que el valenciano descifró claramente en los primeros tercios, en los que cuido la lidia y al toro, haciendo lo preciso para convencerlo de embestir sin mansear. Dirigió la suerte de varas y el tercio de banderillas a viva voz, para asegurar que no pierda facultades.

Con la pañosa lo lidió con lentitud y suavidad, tanto por el pitón derecho como el izquierdo, siempre llevándolo a su aire, sin exigirle para que no pierda los remos. Faena de inteligencia y paciencia acorde a las condiciones de su oponente, al que convenció de hacer lo que él quería.  La clave de su imperio fue el temple, que en Ponce es proverbial, con el que lo llevó cocido en cada muletazo por abajo, siempre con clase y empaque. Terminó con unas poncinas de mucho sentimiento y lo fulminó de una estocada entera. Su plaza se cubrió de pañuelos y le concedieron las orejas por unanimidad.

Al arrastre del sexto, Andrés Roca Rey saltó del tendido al ruedo para cargar en sus hombros al maestro que se va, también lo hicieron otros matadores peruanos, entre ellos Gabriel Tizón, Flavio Carrillo, Aníbal Vázquez y Fernando Roca Rey. Al final, fueron dos vueltas al ruedo, en uno de los gestos más emotivos para con el último Torero de Lima.

El que abrió plaza, justo de fuerzas, nunca se entregó. El maestro superó el calamocheo de las embestidas hasta completar tandas que no terminó de rubricar con la espada.  El tercero que tampoco tuvo motor, se rajó en las primeras series con la tela roja, sin dar ninguna opción. 

El lote de Joaquín Galdós fue similar.  El segundo de la tarde llegó a la muleta descompuesto, le costó una enormidad repetir. Ligó muletazos parado en el sitio, algunos con suavidad y de buena factura, pero que no lograron redondear faena. Pinchó en la suerte mayor y recibió una ovación en el tercio.

Al colorado silleto que hizo de cuarto, lo toreó por series ligadas por el derecho mientras que por el izquierdo los pases fueron de uno en uno, sin mayor trasmisión por culpa del burel que fue perdiendo movilidad. Pinchazo y estocada entera, ambos ejecutados con verdad, fueron suficientes para recibir un apéndice.  

Al sexto, que lucía más raza y motor que el resto, se le cambió por un defecto visual. El reemplazo acusó los mismos defectos de sus hermanos. Las primeras tandas fueron deslucidas por la embestida informal del toro, pero a base de porfiar con la muleta en la cara, Joaquín logró finalmente engarzar dos series buenas por el derecho. Justa y meritoria recompensa que no resultó suficiente para revertir el declive de la faena, provocada por la mala condición del astado.

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