Rubén Saavedra es chiclayano, de Tumán, y estudió arquitectura en Trujillo, pero como muchos artistas de nuestra tradición, próximo a terminar decidió dedicarse al arte e ingresó a la Escuela de Bellas Artes Macedonio de la Torre, de donde egresó con medalla de oro de su promoción.
Trujillo tiene una producción diferenciada del resto del país y sus artistas son fácilmente identificables por una pintura opulenta de pincelada meticulosa que hoy resulta alejada de preocupaciones contemporáneas. Rubén fue respetuoso de estas enseñanzas, pero los viajes a Europa lo llevaron a liberarse de ellas y a penetrar en un impulso expresionista, inicialmente moderado, que luego desarrollara durante el claustrofóbico año de la pandemia.
Es entonces que en medio del encierro comienza a pintar los interiores de su casa en Tumán, donde regresa tras la muerte del padre a causa de la COVID-19. El cambio de mirada, de las visiones oníricas a las penumbras hogareñas, fue un vuelco comprensible para un pintor que tiene una formación arquitectónica.
En Tumán también pintaba grandes planos generales con interiores republicanos y un arte decimonónico que eran el ornamento de los muros, pero había exteriores y no faltaban incursiones ideológicas en torno a la historia de su pueblo donde la reforma agraria de Velasco derivó en frustración. Ya no quedan huellas del antiguo resplandor tumaneño.
Lo conocí a través de Facebook e Instagram –no es un TikToker– pues publicaba con frecuencia los cuadros que terminaba y, al igual que yo, muchos seguidores comenzaron a admirar su trabajo. Lo contacté porque me interesa toda la producción que se hace fuera de Lima y los aportes que la provincia puede hacer al arte del Perú. Ciertamente no fue el único porque en todas partes, particularmente en Arequipa, Cajamarca, Cusco, etc., hay creadores muy valiosos cuya obra está pendiente de divulgación.
Rubén es un caso especial. Paralelamente a la pintura ha leído profusamente poesía y se interesa por el cine, algo que lo aproxima a mis inquietudes. Si uno ve su obra anterior puede comparar sus cuadros con el conjunto de fotogramas de una película que alterna planos abiertos y cerrados, detalles, macros, etc. como quien intenta hacer una narración a través de la pintura. No creo que esto haya sido voluntario. Luce que es más bien una forma de ver derivada de otras experiencias visuales que él ha trasladado a la pintura. Por ejemplo, su muestra anterior estaba integrada por amplios espacios que hoy cierra, elimina el exceso y se concentra en un fragmento de la habitación para representar allí todas las contradicciones que cada cuadro contiene.
Cabría añadir que en esta obra la mirada peruana se hace presente a través del arte precolombino, pero también con citas a imágenes de Chambi, Arguedas, Szyszlo, Vargas Llosa y particularmente Shinki a través de un cuadro extraordinario donde el pintor aparece a través de una foto de Pestana y en el lado opuesto está Napoleón según Delaroche, su título: “El pintor y el emperador”. Dos hombres, dos poderes y entre ambos el tiempo y la ideología. Y el lujo que los circunda con el diseño arquitectónico contemporáneo del mobiliario, laptops, y otros elementos inconfundiblemente de hoy. Dentro de una década todo formará parte de nuestro recuerdo y esta obra será testimonio de lo que ya fue.
Habría que precisar algo más. Si bien la exposición actual está integrada por imágenes enclaustradas, Saavedra es un magnífico pintor de paisajes, especialmente urbanos, con su violencia incluida, y esas obras bien podrían ser partes de futuras presentaciones que permitirían apreciar mejor la capacidad de un pintor que es capaz de representar por igual el placer de vivir como los riesgos de estar aquí y ahora.
“El banquete” pudiera considerarse como narraciones visuales que exaltan por igual al placer y al poder. Se puede leer como una mirada analítica de la abundancia, a través de una suerte de altares modernos donde la historia del arte se manifiesta omnipresente, como símbolo de opulencia que identifica los gustos y orientaciones de los habitantes de estos interiores inventados.
El hedonismo que llena estos espacios nos remite a la idea de un festín de imágenes que representan el pensamiento del mundo occidental a través de sus manifestaciones culturales, contrapuestas a todas las expresiones de nuestro pasado que suelen concentrar sus hipotéticos propietarios.
Pero es en otros factores más subterráneos y menos evidentes donde la idea del goce puede encontrarse con mayor profundidad. En la luz, el color, la composición… todo nos remite a salones usualmente enclaustrados donde los elementos adquieren categorías fantasmagóricas para celebrar una fiesta en la cual el futuro es dejado de lado por el hedonismo de disfrutar –y subvertir– lo que ya conocemos. Veamos: los fantasmas están en los cuadros. La mujer del “Desayuno sobre la hierba” sale del cuadro para sentarse en la alfombra, el Baco de Velásquez se arrellana en el sillón, o la pierna de un hombre yace sobre el piso creando un enigma sobre la muerte.
Es una obra en la que hay una búsqueda de los rastros más significativos de lo ya vivido a través del arte de distintas épocas, combinando la fotografía del pasado y el presente, el diseño, el cine, la pintura, la escultura, en un diálogo solo posible en esta sobresaliente pintura.




