Escribe: JUSTO CARBAJAL AGUIRRE
Nadie se esperaba una noticia así. La alerta dada por el New Seven Wonders respecto a la situación de Machu Picchu ha puesto en evidencia que el tren de acceso, la “puerta de entrada” a Machu Picchu, no es más que uno de los cuellos de botella más evidentes (y dañinos) para el turismo peruano. El impacto es tan fuerte porque la logística hacia el santuario es, sin exagerar, el corazón simbólico y económico del turismo en el país.
¿Qué es lo que nos dice, entre líneas, la carta de la fundación? Pues que el servicio turístico se ha deteriorado tanto a tal punto que pone en riesgo el prestigio global de Machu Picchu. Y, aunque es verdad que hay muchos otros flancos abiertos –desde la sobreventa de boletos hasta el caos en la gestión de visitantes–, un foco ineludible está en los trenes, una especie de cordón umbilical que conecta Cusco con Aguas Calientes y que, en lugar de ser orgullo nacional, se ha convertido en una fuente de malestar, conflicto y descrédito.
Quejas en medios y videos en redes sociales muestran precios exorbitantes por servicios deficientes, pasajeros hacinados, cancelaciones sin aviso y boletos revendidos en esquemas irregulares. La paradoja es realmente brutal: Machu Picchu, una de las joyas culturales más importantes del planeta, depende de un sistema ferroviario que, en vez de sumar al prestigio del destino, lo erosiona.
DAÑO REPUTACIONAL Y ECONÓMICO
Cusco recibe más de un millón y medio de visitantes al año, y casi todos dependen de los trenes para llegar a Machu Picchu. Turistas nacionales e internacionales pagan entre 60 y 150 dólares por trayecto, en condiciones que no siempre corresponden con el precio. Así, lo que debería ser una experiencia inolvidable, comienza con la frustración: vagones viejos, servicios saturados y poca transparencia en la venta de boletos.
La consecuencia inmediata es la queja constante en redes sociales, blogs de viaje y plataformas como TripAdvisor y TikTok. El “mal servicio” ya no es una queja aislada; es una narrativa que se repite y que destruye la reputación del destino.
Pero hay algo más grave: el daño económico. Si Machu Picchu pierde atractivo, lo pierde el Cusco entero. Restaurantes, hoteles, agencias de viaje, guías turísticos, transportistas locales: todos dependen de un flujo constante de turistas satisfechos. La economía regional, que depende en más del 60 % del turismo, se ve amenazada por una cadena de ineficiencias concentradas en un solo servicio: los trenes.
EL PROBLEMA
Para entender el problema actual hay que mirar atrás. La línea férrea Ollantaytambo–Aguas Calientes fue concesionada a finales de los años noventa, en un contexto de privatizaciones y apertura económica. El Estado, debilitado y sin capacidad de inversión en infraestructura ferroviaria, entregó la operación a una empresa privada. Así nació PeruRail, controlada por el grupo británico Belmond (antes Orient Express) en alianza con el poderoso Grupo Romero.
Con el tiempo, se sumó otra empresa, IncaRail, también con intereses privados peruanos, pero la competencia es más aparente que real: el mercado sigue siendo un duopolio con reglas diseñadas para mantener el control férreo sobre las tarifas y las rutas.
La concesión inicial se otorgó por treinta años, lo que significa que su plazo está cerca de vencer o de entrar en renegociación. La de IncaRail en el 2026 y la de PeruRail en el 2027. Aquí aparece la gran pregunta: ¿qué va a hacer el Estado? ¿renovar a las mismas empresas sin condiciones más exigentes? ¿Abrir la concesión a otros actores para fomentar la competencia? ¿O de una vez por todas diseñar un mejor modelo?
Mientras la concesión siga en manos de un pequeño grupo empresarial, el poder de negociación del Estado y de los usuarios es prácticamente nulo. No es un servicio cualquiera; es un duopolio natural en una zona donde no existen carreteras directas y donde la alternativa (como “la ruta de la Hidroeléctrica”) implica horas de viaje en bus y horas de caminata.
Machu Picchu debería tener uno de los sistemas ferroviarios turísticos más modernos del mundo, pero lo que se observa en la práctica son vagones envejecidos, servicios irregulares y una experiencia que deja más sinsabores que satisfacciones.
IncaRail indicó que tiene capacidad para movilizar más de 700 pasajeros por día en la ruta Cusco-Machu Picchu. Mientras que los trenes de PeruRail, salvo algunas excepciones de lujo como el “Hiram Bingham”, no están a la altura de un destino de primera línea mundial.
Otro gran problema es la venta de boletos digitales para ingresar a Machu Picchu. Hace unos meses colapsó y dejó varados a miles de visitantes. El sistema digital implementado por el Ministerio de Cultura no funcionaba bien. Las entradas se agotaban en minutos y los revendedores aparecían. Cabe preguntarse ¿hay un solo problema de fondo? Y sí. Lo hay: una gestión fragmentada y sin coordinación.
DIÁLOGO Y ACCIONES. Y MÁS ACCIONES
El deterioro del servicio ferroviario y la gestión del turismo en Machu Picchu no solo han tenido consecuencias económicas y reputacionales; también han desatado un conflicto social que se siente como un tema crucial por resolver. Lo más preocupante es que las entidades responsables no dan ninguna solución a estos problemas. Si le sumamos la inseguridad que nos aqueja, estamos comprando todos los boletos como país para impedir que los turistas vengan a visitarnos.
HAY QUE TOMAR AL TORO POR LAS ASTAS
La primera tarea es reconocer que el sistema actual no funciona y que no puede seguir operando bajo las mismas reglas. Una alternativa razonable sería abrir la concesión a más operadores, permitiendo competencia real en precios y calidad de servicio.
Otra opción es renegociar la concesión vigente con condiciones claras: modernización de la flota de trenes, tarifas diferenciadas para turistas nacionales e internacionales, mejoras en la atención al cliente y compromisos de responsabilidad social en beneficio de las comunidades locales.
De otro lado, el MTC debe ser el ente rector en cuanto a concesiones y supervisión ferroviaria. No debe tener un rol pasivo, sino plantear reformas de fondo. El Mincul, a cargo de Fabricio Valencia, que es la institución que administra el ingreso a Machu Picchu, tiene la responsabilidad de optimizar ya el sistema digital de boletos.
Mientras que el Mincetur, a cargo de Desilú León, debe garantizar una experiencia integral de calidad como ente encargado de la promoción turística. Aunque el Gobierno Regional del Cusco, a cargo de Werner Salcedo, reclama protagonismo, es visible que su entidad no cuenta con los recursos suficientes ni la capacidad técnica para liderar la mejora.
Quizá la ausencia de una autoridad única, que coordine de manera integral el sistema turístico de Machu Picchu, sea una de las principales causas del desastre actual. Cada institución trabaja por su cuenta y sus intereses. Ante un eventual escenario, ¿cómo explicaríamos al mundo que el país no supo cuidar ni su principal recurso turístico ni a sus propios visitantes?
El último fin de semana el director de la fundación suiza New 7 Wonders, habló para un medio de comunicación peruano e indicó que la carta fue “un llamado de atención porque llevan cinco años intentando que las autoridades nacionales hagan caso a sus recomendaciones”. Quizá este ultimátum sirva para repensar y reformar el modelo del transporte turístico en el Perú.