El amanecer en Arequipa olía a polvo, hielo y vértigo. A 5822 metros, Thomas Schilter (22) ajustó las correas de su mochila, respiró hondo y miró hacia el horizonte: tres volcanes, tres nombres, treinta horas. Lo esperaba el Misti, luego el Chachani, después el Pichu Pichu. Ningún peruano lo había intentado así, sin vehículos, sin atajos, solo con el pulso de sus piernas y la certeza de que la montaña –a veces– premia a los obstinados.
Suscríbase al contenido
Esto es material premium. Suscríbete para leer el artículo completo.