Por: RUBÉN QUIROZ
Brecht es un lector de la sordidez de la humanidad y un crítico atento de las líneas rojas que cruza constantemente para cumplir sus objetivos. Esta puesta en el Británico es delirante y magnífica, con un curtido elenco entregado al gozo de las tablas, en la que se expone bizarramente la radiografía de esas incursiones que sobrepasan la moral más básica. Casi como un planteamiento rabelaisiano, la corrupción brota con naturalidad en todas las acciones, reafirmando así que estamos ante una sociedad absolutamente descompuesta.
Así, esta sátira manifiesta la actualidad de una condición insalvable de la vida moderna, en la que la cadena de transgresiones éticas es la normalidad y, a la vez, un gran juego de simulaciones y trampas en las que nadie es inocente. Es más, la benevolencia es inexistente en una dura y callejera competencia de sobrevivencia sin ningún tipo de miramiento. Y se hace con una banda musical que acompaña adecuada y virtuosamente ese descalabro del tejido social, a buen ritmo armónico vemos emerger la ruindad y las abyecciones más inaceptables. Como una feria de perfidia naturalizada en la que hasta el amor es solo un eslabón de podredumbre.

En esa ruta escenificada desde las claves del cabaret, la denuncia social brechtiana se disloca por el sentido de divertimento que le otorga el director. Antes de crear distanciamiento, la tesis más importante de Brecht, se logra una posición de empatía; incluso, a pesar del esfuerzo de recordarnos la ficción, sucede lo contrario, en la que se refuerza más bien la claridad de la puesta como un espectáculo catártico. Entonces, es una obra antibrechtiana, en la que el exceso alborozado desactiva la recriminación social prevista. No hay distancia crítica sino empatía y, en ese vaciamiento del significado teatral previsto por el dramaturgo alemán, se presenta un espectáculo que causa gracia y complicidad.
Con esos bordes de comedia, el efecto de distanciamiento desaparece, ni siquiera es un objetivo, lo cual consolida el enfoque de una farsa amable y graciosa. Aceptado que están lejos de las tesis de Brecht, la obra se vuelve simpática, chistosa, con una jocosidad que solicita al público su colaboración emocional. Esa es también su fortaleza. Ya sin el deber de allanarse a la tipología psicológica brechtiana, la obra discurre con las mascaradas requeridas para ser ubicadas como cualquier planteamiento de opereta. Eso explica que sea ocurrente y chispeante. Y, además, organizada desde esa lejanía dramática, sin ninguna agudeza analítica ni cuestionamiento radical del orden social.
Ya apartados de Brecht, esta simpática versión peruana, trata la purulencia social como una costumbre ante la cual hay que resignarse a través de la risa neutralizada. Pero sabemos que la corruptela y la depravación no tienen nada de gracioso.
