La pregunta ya no es solo qué aplicaciones tendrá la inteligencia artificial, sino de dónde saldrá la energía para sostenerla. El crecimiento exponencial de los centros de datos en Estados Unidos ha puesto en primer plano un tema decisivo: la seguridad energética.
Mientras se planifican nuevos reactores nucleares para cubrir la demanda futura, la construcción e implementación de estas plantas toma años. En el corto plazo, los data centers tienden a instalarse directamente en las zonas donde la energía está disponible: cerca de campos de gas natural, plantas hidroeléctricas o redes de generación con capacidad excedente. Así, pequeñas ciudades en estados como Texas o Virginia se ven de pronto convertidas en nodos globales de la IA, con inversiones multimillonarias, nuevos empleos y una base tributaria reforzada.
Para los energéticos tradicionales, esta tendencia representa un negocio redondo. Las compañías de petróleo y gas firman contratos de suministro a largo plazo con los operadores tecnológicos, asegurando la venta de su producción sin necesidad de transportarla a grandes distancias. En paralelo, fabricantes industriales como GE Vernova, Rolls Royce o Siemens Energy encuentran un mercado creciente para turbinas, generadores y equipos de infraestructura energética que alimenten estos centros.
Estados Unidos parte con ventaja: no solo por la abundancia de gas natural y renovables, sino porque el precio de la energía sigue siendo más competitivo que en Europa, donde las políticas de encarecimiento del carbono han debilitado a la industria. De este modo, el círculo de beneficiarios de la revolución de la IA ya no incluye solo a las “palas y picos” tecnológicos —chips, servidores, software— sino también a los gigantes de la energía que sostienen físicamente este ecosistema.
La conclusión es clara: la expansión de la inteligencia artificial será también un motor energético e industrial, con capacidad de dar impulso a múltiples sectores durante los próximos años.
Dirk Friczewsky, analista de ActivTrades.