Por Gustavo Pozzo di Florianni, especialista en Marketing y Economía del Comportamiento.
“El Perú es un país que puede crecer tanto como queramos, pero sobre todo tanto como las autoridades nos apoyen a crecer” – Ignacio Mendoza, empresario del rubro turístico.
El Perú, ese crisol de culturas, ese festín para los sentidos, ese edén de paisajes… parece a veces que nos empeñamos en contemplarlo con la mirada hastiada de un turista eterno, olvidando que somos sus mejores anfitriones (o deberíamos serlo). Tenemos una riqueza inigualable, un potencial turístico que eclipsa a muchos de nuestros vecinos, sin embargo, la realidad nos golpea con la fría evidencia: estamos desperdiciando un paraíso.
Esta sensación de frustración la compartió recientemente conmigo Ignacio Mendoza, empresario del rubro turístico con quien conversé extensamente. Sus palabras resonaron con la inquietud que me embarga: el crecimiento existe, sí, pero no es el exponencial que nuestra geografía y patrimonio cultural justifican. El turista busca, cada vez más, experiencias auténticas, sostenibles y con un impacto positivo en las comunidades locales. Una tendencia global que, irónicamente, el Perú, con su alma andina y amazónica, podría liderar con facilidad, pero que, lamentablemente, no aprovechamos al máximo.
¿Por qué? Porque nos falta agallas, nos falta visión, nos falta el coraje de transformar el potencial en realidad tangible. Mendoza coincidió en que el desarrollo turístico no es simplemente construir hoteles de cinco estrellas (aunque los necesitamos) sino empoderar a las comunidades locales, proteger nuestro medio ambiente, y contar nuestra historia con una narrativa que cautive al mundo.
Pensamos en Machu Picchu y nos quedamos ahí, en la joya de la corona, obviando el sinfín de tesoros ocultos: Choquequirao, con su potencial para eclipsar a la mismísima ciudadela inca, sigue siendo inaccesible para la mayoría; los tesoros arqueológicos de la Amazonía esperan ser descubiertos, protegidos y compartidos; las tradiciones ancestrales de nuestros pueblos siguen siendo una promesa sin cumplir para el turismo responsable. La conversación con Mendoza me dejó claro que la falta de infraestructura y la ausencia de una estrategia integral son los principales obstáculos.
Necesitamos una estrategia integral, una sinfonía de acciones coordinadas entre el sector público y privado. Como me explicó Mendoza, no necesitamos vender un producto; necesitamos vender una experiencia. Un viaje que trascienda las postales de Instagram y se convierta en un recuerdo imborrable, un viaje con propósito, un viaje con alma.
Debemos contar historias reales, historias de hombres y mujeres que mantienen vivas las tradiciones ancestrales, historias de resiliencia, historias de sostenibilidad. Historias que resuenen con la conciencia eco-social del viajero moderno. Un viaje a la Amazonía puede ser una experiencia de inmersión en la cultura indígena, un aprendizaje sobre la preservación de la selva; una visita a la sierra, una oportunidad para conectar con la magia de los Andes y el trabajo artesanal de sus pueblos.
El reto está en convertir la riqueza cultural e histórica del Perú en un modelo turístico sostenible y rentable, una cadena de valor que beneficie a todos. Como concluyó Mendoza, para eso, como siempre en este país, el primer paso es la voluntad política, la capacidad de gestión eficiente, y la colaboración público-privada. La inversión en infraestructura, en capacitación, en marketing estratégico, es vital, pero más importante aún es una mentalidad transformadora. Una mentalidad que entienda que el Perú, en toda su indomable belleza, es un tesoro que debemos cuidar, proteger y compartir responsablemente con el mundo.
La competencia es feroz, pero el Perú tiene una carta ganadora, siempre que aprendamos a jugar con inteligencia, con pasión, con responsabilidad. Porque, al final, el verdadero lujo no es la opulencia, sino la autenticidad, y el Perú, en su inmensa riqueza, tiene mucho que mostrar. Mucho más de lo que estamos ofreciendo hoy.