El próximo jueves 27 de noviembre José Cortez inaugura en Yvonne Sanguinetti una exposición con cuadros de mediano y gran formato trabajados con el pasional expresionismo abstracto que lo ha caracterizado a lo largo de su trayectoria. Se trata de una tendencia directamente ligada con la posguerra y que nosotros hemos asimilado particularmente a través de un gran maestro: Alberto Dávila, pionero de esta pintura en nuestro país. Nadie como él asimiló mejor la espontaneidad y el impulso individual de una forma de pintar basada en lo que se consideraba la libertad.
Enfrentarse al expresionismo abstracto nos obliga a remontarnos a los años 50, particularmente a la escuela de Nueva York, con formatos heroicos que reaccionaban contra la tradición y rechazaban particularmente la narración figurativa. Y si bien hubo en ellos una gran influencia europea, debido a las migraciones de la segunda guerra mundial, esta pintura se considera que es la primera tendencia norteamericana de la historia.

Los artistas europeos llevaron a la escuela en Black Mountain el conocimiento del surrealismo y la teoría del automatismo psíquico para hacer una manifestación espontánea enfocándose en la interacción física del artista con la superficie y hacer de cada cuadro el registro de una performance.
Es por esto que me motivó a invitarlo a hacer una gran oposición con una performance en la que pintaba toda la pared de la Sala Luis Miro Quesada Garland durante una semana. Era una gran performance con pintura y pinceles al que el púbico podía acceder hechizado por los movimientos de José. Era una danza con colores cuya coreografía se encargaba de pintar los altos muros del centro cultural.
Desde que egresó en 1987 de Bellas Artes él se ha mantenido fiel a unas formas de manifestarse que ha roto -y sigue rompiendo- con los gustos estandarizados entre nosotros, para proponer una trabajo sin fisuras debido al uso del color, a la pincelada, a los elementos con los que construye cada obra en la que creo que hay un absoluto dominio de sus medios.
Hoy lo que predomina en esa pintura de Cortez está lejos del surrealismo original. Si bien sigue primando la interacción física, la expresión “pura”, y la energía, aquí no hay cabida para la saludable improvisación de antaño. Lo que se aprecia es el dominio de un lenguaje producto de una experiencia rigurosa. Un empecinamiento por seguir un camino propio ajeno a modas y a interiorismos. Ocurre que hacer expresionismo abstracto en nuestros días, en los cuales predomina el plano de color, es ir contra la corriente. Lo pasional ha cedido espacio a un minimalismo geométrico cada vez más anémico en un ambiente adocenado.

Por eso considero que la contundencia de la pintura de José Cortez es un hecho aislado que amerita destacarse por su empecinamiento, por su maestría, por un contenido histórico tan ligado a lo mejor del siglo XX y que siempre resulta contemporáneo. Los cuadros monocromáticos con infinidad de negros e infinidad de blancos constituyen un magnífico ejemplo del notable nivel a los que él ha llegado. Reverberaciones de Franz Kline a Robert Ryman; de Clement Greenberg a Harold Rosenberg se unen en esta pintura tan compleja, tan exigente, tan respetable.