La sala de Más Arte Galería se convierte estos días en un altar de símbolos reciclados desde Piura. Allí, entre retablos montados con maderas comunes y telas ásperas del mercado de Sullana, Richard Arévalo (1983) ha edificado una máquina de memoria con forma de artefacto político. Tierra Amauta se muestra como un gesto de resistencia visual que parte desde el norte del país, salta los canales contaminados de la Piura popular, y se asienta en Miraflores.
“Esto nace de la necesidad”, explica el artista, mientras señala con orgullo los ensamblajes que pueblan la sala. Arévalo —formado en la Escuela Superior de Arte “Ignacio Merino” y residente en Sullana— ha trabajado durante años con materiales marginales. No por estética, sino por urgencia. “No siempre hay para lienzos u óleo, pero hay cartón, hay sacos, hay tierra”, dice.
La piedra angular de Tierra Amauta es una reinterpretación del grabado del sembrador de José Sabogal. Esa imagen seminal se ramifica en un conjunto de obras donde los campesinos y mártires del país son reconstruidos desde lo precario: bidones, costales, fragmentos de caligramas y huellas digitales que, una a una, dibujan un rostro. Un rostro que puede ser cualquiera.
La herencia de Mariátegui atraviesa toda la muestra como un hueso ideológico: los siete ensayos, las portadas de Amauta, los tipos móviles de la imprenta Minerva, las frases sembradas como letanías. Hay extractos caligrafiados que se mimetizan con estructuras visuales inspiradas en el constructivismo soviético. “Me sorprendió encontrar tantas similitudes entre el indigenismo peruano y la estética socialista de la Unión Soviética”, cuenta Arévalo. “Era lógico: compartían el mismo impulso de reivindicación social.”
En uno de los extremos de la sala, una pieza reproduce la máscara mortuoria de Mariátegui sobre una cama de payares impresos. En otra, una reinterpretación del cartel de Aleksandr Rodchenko es intervenida con frases en quechua. Y en el centro, un caligrama construido a partir de una fotografía de Oscar Medrano —la de un sobreviviente de Lucanamarca— dialoga con versos del poemario Exhumaciones del colibrí, del grupo Cloaca.
Pero no todo es pasado. Arévalo insiste en vincular lo ancestral con lo cotidiano: las bolsas donde se venden insumos en el mercado, los kioskos de propaganda política reciclados como altares, la identidad norteña marcada por el fenómeno de El Niño. “En Sullana no hay retablos —dice—, pero yo he querido hacer uno que sea como mi casa. Uno que cuente lo que vivimos desde aquí”.
En su búsqueda de interconectar territorios que el centralismo ha dividido, el artista propone un gesto de pedagogía visual. Una propuesta que, sin renunciar al rigor estético, se vuelve didáctica. “Con esto no vas a salvarle la vida a nadie —dice—, pero si alguien ve una imagen y se pregunta de dónde viene, qué tipografía es esa o quién fue ese personaje, ya ganaste algo”.
Tierra Amauta estará abierta al público hasta el 31 de julio. Es una oportunidad para escuchar, en susurros ensamblados, aquello que los libros de historia olvidaron: la tierra que habla, las manos que sembraron, las imágenes que aún resisten.