Tartufo

Escribe Rubén Quiroz Ávila | Una interpretación magistral que trasciende la comedia clásica para reflejar las oscuridades de nuestra sociedad contemporánea.

por marcerosalescordova@gmail.com

La versión peruana tiene desniveles actorales. La puesta parece estar hecha para Fernando Luque en la que su papel desmesurado de Tartufo va con su línea de malvado pensante, maligno seductor, calculador descomedido, insolente inescrupuloso y desfachatado vanidoso de otras obras limeñas. Aquí vuelve a lucirse a tal punto que convierte desde el saque en actores secundarios a los demás. Si ello sucede, entonces, la dirección ha planteado ello para lucirlo o, sospechamos, ha hecho su propio desarrollo con el talento habitual y, descontrolado, que nos muestra en cada puesta que aparece.

En ese sentido, el obvio protagonismo del personaje diseñado por Molière, cuyos 400 años son justamente la palanca escénica celebratoria, parece un ser salido de nuestra peruanidad contemporánea. Ya el dramaturgo francés, agudo conocedor de las dinámicas morales y retorcidas de su época, nos había hecho una radiografía de las oscuridades espirituales, solo que, desplegada ahora en la sala miraflorina, parece realismo descarnado y de una actualidad lúgubre. Es decir, un tunante victorioso con una retórica inclemente que derrumba, a punta de persuasión o chantaje, cualquier frontera ética. Vaciado de cualquier concepto de bien o mal, vemos estallar con facilidad los límites que validan las relaciones humanas. Al parecer, todos tienen un precio y, de lo que se trata, es encontrar el importe que corresponde a cada uno. Este Tartufo peruano es un pequeño Montesinos.

Aunque, si seguimos la línea tradicional de interpretación respecto a los objetivos de Molière, en su impecable crítica a la hipocresía religiosa, en este caso, la manipulación descarada, categórica, que más bien demuele las falsas estructuras sobre las cuales se monta la vida social, nos enrostra, con tenebrosa cercanía, lo que sucede en el país. La combinación de una ambición despiadada y una capacidad de mentir sistemática, como forma de sociopatía, deja de ser una comedia celebrada para obligarnos a repensar los sucesos actuales con la violencia implícita de un desmoronamiento inicuo tan cercano, próximo, interno.

Es por ello que no es un estruendo de comedia, no causa alegría, sino un tinte de tragedia estalla por el auditorio, recordándonos lo que somos, lo que permitimos. Ver a ese fascinante elenco homenajeando al literato francés, más bien nos avergüenza de nosotros mismos. Porque nos han ofrecido una resonancia meticulosa y una tomografía irrefutable. Vemos, así, a nuestra cándida y cerrada visión de las cosas, vapuleada con luminoso descaro. Como si todos fuéramos en ese momento Orgón, engañados con paciente alevosía, traicionados con desvergüenza gozosa, vendidos con alegre desfachatez y, con la terquedad de la torpe inocencia desesperante, no quisimos oír ninguna de las advertencias. Y tampoco nos interesó nunca escuchar las sensatas recomendaciones. Aunque, en la obra, parezca que Tartufo paga las cuentas, salimos de la sala, sabiendo que nunca fue ni será así.

Lugar: Teatro de la Alianza Francesa de Lima

Dirección: Jean Pierre Gamarra

Elenco: Alonso Cano, Fernando Luque, Amaranta Kun, María Grazia Gamarra, Denise Arregui, Oscar Yepez, María Fernanda Misajel, Alejandro Tagle y Stefano Salvini.

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