En la Parroquia Nuestra Señora de Fátima, en Miraflores, casi todas las luces estaban apagadas. Isabel Villanueva ocupaba el centro de la nave con su viola, una Enrico Catenar de 1670, fabricada en Turín en una época en la que todavía se debatía si ese intermediario entre el violín y el violonchelo merecía un lugar permanente en la música de cámara. Las pocas luces encendidas apenas alcanzaban para iluminar el atril y las cuerdas. El resto —las bóvedas, los santos de yeso, los murales— había desaparecido en la penumbra. Villanueva, encargada de cerrar la temporada de la Sociedad Filarmónica de Lima, estaba sola con su instrumento en un espacio que amplificaría cada respiración, cada roce del arco. Y con un programa que prometía algo improbable: que esa caja de madera pudiera sostener el peso de mil años de búsqueda espiritual.
El programa se llamaba “Ritual”. Comenzó con O Virtus Sapientiae, de Hildegard von Bingen, la monja visionaria del siglo XII. Es un canto llano de belleza austera: una línea melódica suspendida en el aire, ajena a las leyes de la armonía que vendrían siglos después. La transcripción de Villanueva convirtió esa monodia vocal en una indagación extrañamente moderna. Luego vinieron las miniaturas de György Kurtág, esas astillas de expresión a medio camino entre Bartók y Webern, que el compositor húngaro ha ido acumulando durante décadas en su colección “Signos, juegos y mensajes”. Villanueva interpretó cuatro de ellas, incluyendo In memoriam Tamás Blum, un lamento de apenas unos compases cuya intensidad dejó al público al borde del asiento. El contraste con Hildegard es engañoso: ambos tratan la música como invocación; lo que los separa es la devastación del siglo XX.
El recital culminó con la Passacaglia de la Sonata del Rosario de Biber y la Partita No. 2 en Re menor de Bach, ambas concebidas originalmente para violín. La obra de Bach —un memorial privado para Maria Barbara, su esposa fallecida súbitamente— es una de las cumbres del repertorio occidental. Transportada a la viola, adquiere una cualidad más oscura e interior. Villanueva, de 37 años, usó un arco barroco, más corto y curvado que los modernos: el resultado fue un sonido menos proyectado, pero más articulado. Cada nota emergía con claridad antes de disolverse en la resonancia. Y la parroquia, con su acústica generosa pero no excesiva, resultó ser el espacio ideal para este despliegue de concentración y virtuosismo.
Lo especial de este concierto no fue solo la excelencia técnica de la intérprete, sino la lógica interna del programa. “Ritual” trazaba un arco que iba del canto llano medieval a las abstracciones del siglo XX, pasando por la complejidad contrapuntística del Barroco. En medio de imágenes sacras y el eco de décadas de oraciones, la música no sonaba fuera de lugar: parecía haber encontrado el contexto exacto que necesitaba.
Había, sin embargo, una ironía. La Parroquia de Fátima no es el escenario habitual de la Sociedad Filarmónica de Lima. Durante 118 años, la institución ha presentado lo mejor del repertorio clásico en salas diseñadas, o al menos adaptadas, para conciertos. Pero en 2025, el auditorio del Colegio Santa Úrsula, su sede tradicional, estaba cerrado por reparaciones. La Sociedad tuvo que improvisar: buscar espacios alternativos, negociar con iglesias y teatros universitarios. El concierto de Villanueva, concebido como cierre de temporada, terminó siendo un emblema perfecto del año: una demostración de cómo las limitaciones logísticas, enfrentadas con imaginación, se vuelven oportunidades estéticas. Un “Ritual” como epílogo perfecto de una temporada que tuvo que reinventarse sobre la marcha.

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Que la Sociedad Filarmónica de Lima haya llegado a su año 118 merece atención. Fundada el 15 de agosto de 1907, cuando la ciudad aún vivía bajo la sombra de la derrota en la Guerra del Pacífico, surgió del impulso de un grupo de melómanos que quería un espacio estable donde escuchar a Brahms, Schumann y Beethoven con regularidad. No porque Lima careciera de vida musical, sino porque este repertorio existía de manera intermitente, dependiente de iniciativas que aparecían y desaparecían.
Lo notable no es el impulso inicial, sino que la institución haya sobrevivido. En América Latina, la historia cultural está hecha de discontinuidades: proyectos brillantes que duran una década antes de extinguirse. La Filarmónica, en cambio, ha atravesado dictaduras, hiperinflación, terrorismo y pandemias. Que siga programando conciertos de calidad dice algo sobre lo que se requiere para sostener una tradición en contextos inestables.
¿Cómo explicar esta persistencia? Parte de la respuesta está en su modelo. La Sociedad no depende de presupuestos públicos, sino de una red de socios que pagan cuotas anuales. Es un sistema antiguo que sobrevive en ciudades europeas y que, en América Latina, es prácticamente único. Los socios de la Filarmónica no son espectadores ocasionales; son, en muchos casos, familias que han mantenido su membresía durante generaciones.
Bajo la presidencia de Salomón Lerner Febres —figura central de la vida intelectual peruana— la institución ha logrado un equilibrio difícil entre tradición y renovación. La programación privilegia el canon, pero incorpora repertorio menos transitado y artistas jóvenes. En una ciudad de casi once millones de habitantes, con una vida musical que va de la cumbia al jazz, cumple una función específica: no es la única en traer músicos internacionales, pero sí la que lo hace con mayor regularidad. Las ciudades se fortalecen cuando sostienen instituciones diversas que funcionan año tras año, formando públicos y hábitos de escucha.
En 2025, con su sede tradicional cerrada y su programación dispersa en cuatro espacios diferentes, enfrentó uno de sus mayores desafíos logísticos. Que haya mantenido la calidad de su temporada habla de la solidez de su infraestructura invisible: las redes de contacto que permiten traer artistas destacados, la confianza de un público fiel, la experiencia acumulada en más de un siglo de presentaciones.

La Capilla Santa Úrsula se convirtió en el ancla de la temporada. Allí, en mayo, el Cuarteto Casals ofreció un programa que arrancó con el Cuarteto No. 3 de Juan Crisóstomo de Arriaga, el “Mozart español” de talento precoz, fallecido a los 19 años. Compuesta cuando tenía apenas 16, la obra muestra una madurez sorprendente y una melancolía que anticipa el romanticismo. Como ha observado el crítico peruano Juan José Beteta, los Casals revelaron la arquitectura contradictoria de esta pieza: pasajes luminosos que de pronto se oscurecían con modulaciones inquietantes, un minueto que en vez de danzar marchaba con gravedad fúnebre, y un finale que arrancaba con energía para después convertirse en un remolino agitado.
Siguió el Cuarteto No. 2 de Shostakóvich, a menudo descrito como “sereno y sin conflictos”, pero los Casals desenterraron su intensidad oculta. En el tema con variaciones final, la viola de Cristina Cordero brilló en un solo de gran belleza, mientras el primer violín de Vera Martínez navegó los pasajes agudos y tensos con precisión quirúrgica. Esta agrupación, considerada una de las más importantes de la música de cámara en la actualidad, llegó a Lima en el mejor momento: está grabando el ciclo completo de Shostakóvich y su interpretación en esta temporada dejó claro por qué ha sido un proyecto tan esperado.
El programa cerró con el Cuarteto en Do menor, Op. 51 No. 1 de Brahms, una obra donde el romanticismo está contenido por estructuras clásicas rigurosas. Aquí el Cuarteto Casals subrayó los aspectos más apasionados y dramáticos de la partitura, en especial en los movimientos extremos. El finale, tras una apertura épica, se convirtió en una turbulencia controlada que puso en primer plano la densidad polifónica de la escritura brahmsiana.

Un mes más tarde, en esa misma capilla, Iagoba Fanlo y Mario Prisuelos presentaron un programa menos transitado que incluía la Sonata para violonchelo y piano, op. 32, de José María Franco. Franco —miembro de la Generación del 27, ese grupo de compositores y poetas españoles que floreció brevemente antes de ser dispersado por la Guerra Civil— es hoy prácticamente desconocido. Su Sonata, compuesta en 1930, no se estrenó hasta 1952 en Buenos Aires, y ha sido interpretada rara vez desde entonces. Fanlo y Prisuelos la han rescatado como parte de un proyecto más amplio de recuperación del repertorio ibérico del siglo XX. Es música neoclásica con inflexiones españolas: se puede escuchar la influencia de Falla y Turina, pero también ecos de Ravel y Poulenc. Franco tenía un talento singular, aunque nunca tuvo tiempo de desarrollarlo completamente. La Guerra Civil interrumpió su carrera, y aunque sobrevivió al conflicto, nunca recuperó el impulso creativo de su juventud.
Agosto marcó el aniversario de la Sociedad, y la programación incluyó tres conciertos que demostraron el rango de la temporada. El más ambicioso fue el de la violinista Lara St. John con la Orquesta Juvenil Sinfonía por el Perú en el Teatro NOS: interpretaron un clásico, las Cuatro estaciones de Vivaldi, y una pieza contemporánea, Las estaciones porteñas de Astor Piazzolla. La segunda es un hermoso homenaje en clave de tango a la primera; que St.
John haya optado por alternar movimientos de ambas permitió al público discernir mejor el diálogo entre estas piezas, sus contrastes y similitudes, y apreciar de manera novedosa la originalidad y el ingenio constructivo de la música del compositor argentino.
Días después llegó Jaeden Izik-Dzurko, un pianista canadiense de veinticinco años que en los últimos tres ha ganado varios concursos importantes: Santander Paloma O’Shea en 2022, Leeds en 2024, el Grand Prix del Concurso de Montréal el mismo año. Su debut en
Lima fue muy esperado, y el programa —Bach, Chopin, Rachmaninov— era suficientemente tradicional como para mostrar sus cualidades sin trucos. Lo que diferencia a Izik-Dzurko de otros ganadores de concursos es difícil de articular sin escucharlo en vivo, pero los que estuvieron en la capilla esa noche entendieron de qué se trataba: una combinación de madurez musical inusual para su edad y una técnica sólida, que le permitió navegar con soltura los pasajes más virtuosos de las obras programadas.

Octubre trajo el concierto extraordinario de la temporada: el Trio Maisky en el Teatro NOS. Mischa Maisky, el legendario chelista letón, estudiante de Rostropovich y solista con todas las grandes orquestas del mundo, llegó con sus hijos Lily al piano y Sascha al violín. A sus setenta y siete años, Maisky sigue siendo un fenómeno, y cuando toca con sus hijos, el resultado es tanto un evento familiar como una demostración de cómo se transmite el conocimiento musical de generación en generación.
El programa —Clara Schumann, Robert Schumann, Brahms— era puro romanticismo alemán. Los Maisky tienen esa cohesión que solo viene de años de tocar juntos. Mischa, con su sonido profundo y su vibrato amplio que algunos críticos encuentran excesivo pero que tiene innegables raíces en la tradición eslava del chelo, lideraba desde el instrumento bajo. Y había algo revelador en ver a uno de los grandes nombres del repertorio clásico tocar en un teatro universitario: despojado del protocolo de las grandes salas, el concierto recuperaba la intimidad de la música de cámara en su sentido original.
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La temporada también dejó claro que la Sociedad Filarmónica piensa en términos de futuro, no solo de programación inmediata. En 2025, la institución dio tres pasos que lo confirman: el encargo de una nueva obra a Sadiel Cuentas, el patrocinio de un nuevo cuarteto de cuerdas y el apoyo continuo a jóvenes intérpretes peruanos.
Sadiel Cuentas ha escrito ya siete cuartetos de cuerdas: el ciclo más ambicioso del repertorio peruano y, en mi opinión, el más notable desde el de Celso Garrido-Lecca, que llegó a cuatro. De modo que la comisión de un octavo cuarteto no era un gesto menor. El resultado fue una pieza titulada Latinoamérica, cuyos cuatro movimientos dialogan con múltiples tradiciones musicales del continente. Su estreno en la temporada 2025, a cargo del Cuarteto Allegro, fue recibido con gran entusiasmo. Aquí había música nueva, escrita por un compositor peruano, presentada por una institución que suele privilegiar el canon europeo de los siglos XVIII y XIX. Y el mensaje era inequívoco: la música clásica es un repertorio vivo. Una tradición no sobrevive por inercia, sino porque encuentra siempre una forma nueva de hablarle a su tiempo.
El patrocinio del Cuarteto Allegro —la nueva agrupación integrada por Alejandro Machado y Reina Dios en los violines, Abraham Rodríguez en la viola y Leonardo Barraza en el chelo— es igual de significativo. Lima nunca ha tenido una abundancia de ensambles de cámara estables; hoy existen algunos proyectos prometedores, como el Cuarteto Tipataki, pero las estructuras que permiten a los músicos ensayar con regularidad, consolidar un sonido y presentarse ante el público siguen siendo frágiles. Y un cuarteto de cuerdas, más que cualquier otro formato, requiere años de trabajo conjunto para madurar. Al respaldar al Allegro, la Sociedad está invirtiendo en infraestructura musical de largo aliento: una apuesta cuyos frutos no aparecerán de inmediato, pero que, en cinco o diez años, podría cristalizar en un ensamble de primer nivel basado en Lima.
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La temporada 2025 fue, en muchos sentidos, atípica. Las circunstancias forzaron improvisaciones, obligaron a la institución a salir de su zona de confort, a descubrir nuevos espacios, a adaptarse sobre la marcha. Pero fue también una temporada que reveló la fortaleza institucional acumulada durante más de un siglo. La Sociedad no solo sobrevivió el desafío logístico; lo convirtió en oportunidad.
Hubo música extraordinaria —Villanueva en la Parroquia de Fátima, los Casals revelando las tensiones de Shostakóvich, el Trio Maisky en su territorio romántico predilecto— y también hallazgos: la Sonata de José María Franco, el debut luminoso de Jaeden Izik-Dzurko y la nueva obra de Sadiel Cuentas, que expandió el repertorio peruano contemporáneo. Pero, por encima de todo, hubo una demostración de carácter: una institución que, obligada a recalcular cada paso, terminó recordándonos por qué la permanencia cultural importa en países donde casi nada dura lo suficiente como para echar raíces.
Para una institución centenaria, ese gesto importa. No hubo sede estable ni rutina confiable; hubo, en cambio, una determinación persistente por sostener el proyecto. El resultado fue una de sus temporadas más reveladoras: no tanto por los nombres ilustres como por el recordatorio de que la vida cultural —la que realmente construye comunidad— no se hereda, se trabaja. Y en la oscuridad de la Parroquia de Fátima, mientras la viola de Villanueva sostenía su Ritual, quedó claro algo simple: que lo central no era el lugar donde la música aparecía, sino la decisión colectiva de no permitir que se apagara.