Esta es una pequeña obra maestra en Lima. Con un despliegue virtuoso del elenco como si el guion de Zanatta estuviera hecho para ellos. Es en ese encaje entre la entrega de los actores y una construcción de la historia sumamente desoladora, la mano del director eleva la coreografía escénica al nivel de maestría. Pocas veces en los últimos años se ha visto una propuesta tan contundente tanto en la concordia de los elementos teatrales como en la visión de quien la conduce. Piaggio se ha convertido en una realidad que hace que cualquier puesta suya sea ya un desafío que expande los límites y una demostración de lo que los jóvenes directores aportan brillantemente al desarrollo del teatro peruano. Esto renueva las esperanzas en los siguientes pasos de las puestas de escena en nuestro país.
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Contada desde la imposibilidad hiperracionalista mercantil, en la que los sentimientos y emociones quedan abolidos a cambio de la eficiencia industrial, estas tres generaciones que se encuentran o, más bien, colisionan, remarcan la incompatibilidad y el antagonismo que tiene todo vínculo familiar. Cualquier emoción sería un obstáculo para el triunfo, una contrariedad inadmisible para el éxito, un escollo que hay que aplastar. Los sentimientos son demolidos, primero conceptualmente, como innecesarios, cual remanentes de un tipo de personalidades derrotadas y que son rémoras; los triunfadores son despiadados, feroces, crueles. Y esa es la fundamental enseñanza de la tradición familiar con la cual arranca una saga que ha invalidado las sensiblerías.
El abuelo (Victoria) desprecia la ternura porque le recuerda el infortunio. Cualquier afectividad es un acto de derrota. Sus logros se han basado casi en una trayectoria matemáticamente atroz. Su extraordinaria actuación es ya misma un legado público. Uno ve encarnado en él la capitulación del afecto. Su cuerpo habla de un naufragio del amor filial, de un digno desmoronamiento del apego. Y en la interacción con sus pares, tanto Carrillo como Armasgo a la altura de la exigencia del gran maestro que se luce, incólume, en las tablas miraflorinas. Carrillo cumple con esa verosimilitud habitual en sus presentaciones y le da ritmo y contrapunto a la composición dramática diseñada. Y Armasgo construye un nieto con una interioridad profunda, abismal, lúcida, cuestionadora, en tensión permanente, y tiene una actuación suprema.