La Sustancia

Por Leny Fernández | Una crítica al body horror que se pierde en lo superficial y deja su mensaje diluido.

por marcerosalescordova@gmail.com
La Sustancia.

La historia de la industria del entretenimiento está abarrotada de estrellas olvidadas, nombres descartados —esos que en inglés denominan “has-been”—.  Ya sea por la pérdida de su belleza, encanto, popularidad, o incluso por el cambio de tecnología (basta pensar en la catástrofe que significó, para muchos, el paso del cine silente al sonoro en las primeras décadas del siglo pasado); no importa cuántos millones hicieron ganar a las compañías productoras y a sus mandamases, sino lo que aportan —en valor monetario— en cualquier presente. Y, en el caso de las mujeres, el sistema ha sido aún más despiadado, al imponerles fechas de “caducidad”, como si de enlatados se trataran.

“La sustancia”, de Coralie Fargeat, se aproxima a este tema a través de la historia de Elisabeth Sparkle (Demi Moore), otrora famosa actriz de cine, que lleva varios años en la conducción de un programa de ejercicios por televisión. Con cincuenta años, es echada de la cadena para la que trabaja, por no ofrecer la frescura que esperan. Frente a la desolación del despido —y sobre todo, del rechazo—, se le ofrece una adecuada solución: inyectarse un líquido, para obtener una “mejor versión” de ella misma. El nacimiento de ese ser —Sue, interpretado por Margaret Qualley—, permite que la directora francesa nos lleve de la mano por los terrenos del body horror, un subgénero donde lo grotesco toma lugar mediante transformaciones corporales, y donde la abundancia de primeros planos de fluidos, vísceras y demás, se tornan protagónicos.

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Mentiríamos si dijéramos que la premisa de la película no es atractiva. Claro, no es la primera vez que se aborda el aprovechamiento, de parte de la industria, respecto a sus estrellas — “El crepúsculo de los dioses” (1950), de Billy Wilder, es el ejemplo mayor, además de ser uno de los mejores títulos de la historia del cine—. Sin embargo, la presencia del horror corporal nos hizo pensar que dicho añadido podía potenciar esa crítica. Lamentablemente, en “La sustancia”, esto no ocurre.

Porque, si bien la película pone en el tapete la chata concepción masculina sobre las mujeres en el espectáculo, esto se realiza desde la caricatura —la mayoría de hombres aparecen como criaturas vulgares, con facciones deformadas por el lente de Fargeat—. Esta estrategia da resultados en los primeros minutos, pero, sumada a un subrayado incesante de una mirada sexista que no deja de enfocar los atributos físicos de Sue, o de referirse a ellos en los diálogos, se convierte en un efecto avisado, que debilita cualquier ánimo verdaderamente corrosivo. En esa línea, tampoco se percibe una esencia transgresora en el body horror que presenta “La sustancia”: Sue, la “mejor versión” de Elisabeth, surge y se establece para seguir las reglas del juego del statu quo. Las lesiones que sufre son por mano propia, con la misma motivación. De esta manera, la crítica hacia un sistema que disfraza la crueldad de la postergación —y del que también es parte el público—, con flashes y reflectores, se diluye como los litros de sangre que tanto se afana en salpicar a la cámara. 

Habría que decirle, a Coralie Fargeat, que el horror corporal (con sus fracturas y evisceraciones) no significa rebeldía o riesgo, si solo se limita a una búsqueda básica de asco e incomodidad en el espectador; y que las referencias, y calcos cinematográficos a manera de pastiche, no bastan para hacer una buena película. Decepcionante, artificiosa, “La sustancia” es el bluff de la temporada. Nada más.

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