Por fin se estrenó, en cartelera comercial, Kinra, el título peruano que obtuvo el premio a la Mejor Película de la Competencia Internacional del importante Festival de Cine de Mar del Plata, en 2023, y que también consiguió seis premios en la última edición del Festival de Cine de Lima. Su director, Marco Panatonic, ha declarado que le tomó diez años llevar a cabo este proyecto, donde cuenta la historia de Ignacio “Atoqcha”, quien, al cumplir la mayoría de edad, deja su pequeña comunidad campesina para tentar una mejor suerte en la ciudad del Cusco.
El reto de dicha línea argumental, que coloca en primer término el tema de la migración —y que podría preparar al espectador para un drama más convencional—, estaba en, precisamente, proponer, para su protagonista, caminos distintos a los extremos (y excesos) propios de la víctima, o del héroe. El desafío es superado con creces por Panatonic en la que es, con seguridad, una potente ópera prima.
Kinra se aleja de los tópicos y nos ofrece una película que fluye como la vida, esa que se hace de pasar los días sin grandilocuencias, acontecimientos exultantes o penosamente determinantes, pero que, en su aparente medianía, disfrazan la épica humana más universal: la que se constituye de actos cotidianos, mientras se persiguen ambiciones y se albergan esperanzas. De esta manera, vemos a Atoqcha ir del campo a la ciudad —el Cusco que queda fuera de las postales—, de la cosecha de papas en su chacra a una ladrillera, para después desempeñar varios oficios, a la vez que estudia en una academia preuniversitaria. Panatonic registra ese devenir de diálogos frescos, con un lente que capta pocos primeros planos, y privilegia exigentes planos generales de largo aliento. Un transcurrir del tiempo cinematográfico que enaltece, aún más, la existencia de sus personajes, y donde se demuestra que el director no está dispuesto a ceder ante las mieles de un público que, aunque mayoritario, no desea ser desafiado con formas más contemporáneas de narrar.
Cabe indicar que, si bien “Kinra” se mantiene como un drama sin excesos tramposos, reserva un sentido momento para el final. Una escena en la que se aúnan la dulzura de un canto quechua y un anhelo hecho ofrenda. Pura nostalgia en buena ley. Bravo.