Tres concursos limeños –Pasaporte para un artista (Alianza Francesa), Pintura (MUCEN), Arte Contemporáneo ICPNA– fracasan en sus pretensiones de privilegiar lo que consideran nuevo, pero que en realidad se afianza en los años 1950–1970, que a su vez derivaron de las vanguardias de la primera posguerra. El dadaísmo fue el origen de todas las revulsiones posteriores que caracterizaron a mi generación.
Nuestros concursos pretenden ser muy cosmopolitas, pero tienen una visión errada de lo que pudiera ser el arte actual de nuestro país. “Pasaporte para un artista” es más bien una muestra colectiva con eficientísima curaduría francesa. Pero si analizamos el evento del MUCEN, dedicado exclusivamente a la pintura, vemos cómo ha premiado a bordados y collage de arpilleras.
Estoy de acuerdo con que pintura no es una sola cosa, que también se puede pintar con hilos, con la computadora o con la luz -como la fotografía, el cine o video- pero estas disciplinas debieran ingresar en la convocatoria. El collage tampoco se encuentra en las bases y recibió el premio. Me cuestiono si hubiera tenido igual acogida de haber sido pintada de modo tradicional.
A pesar de su tufo paternalista, han obviado al participante más importante: Josué Sánchez, (Huancayo, 1945,) el pintor contemporáneo que mejor ha trabajado el mundo andino y que cuenta con una amplia trayectoria internacional. El merecía un homenaje del MUCEN.
En el ICPNA ocurre algo similar. Su concurso está en decadencia por suparódica apuesta a lo diferente. Esa pretensión ha llevado a que grandes participantes -como Antonio Páucar, Álvaro Icaza y Verónica Luyo- hayan sido postergados por otros que, sin tener su rigor, han sido galardonados. Elena Tejada pudiera merecer el premio por su rica trayectoria pero no por la obra presentada. Hay otras participaciones más decrépitas como esa denuncia a la Escuela de Bellas Artes exhibida como obra de arte conceptual (?).
Los organizadores son los responsables. Ellos saben que los resultados pueden orientarse según las predilecciones del jurado invitado. Si es lo que desean, están obligados a especificar claramente en las bases el tipo de trabajos que van a privilegiar. De esa manera evitarían la frustración de buenos artistas que terminan descartados y que de ningún modo volverán a postular.
El ICPNA es la institución privada con mayor empuje en el medio y tiene directivos con capacidad de revitalizar esta actividad. Por esta razón deberían cuestionarse si estos seleccionados representan realmente el quehacer artístico del Perú o todo se trata de un travestismo cultural con el disfraz de lo nuevo. Finalmente preguntarse si existe algún jurado capaz de seleccionar lo mejor entre tantas disciplinas tan disímiles.
¿Pero existe en estos tiempos la erótica de lo nuevo? Estoy convencido de que lo distinto se encuentra únicamente en el interior de cada artista, no de la copia o la derivación. Y eso también es posible encontrarlo en la pintura, esa disciplina a la cual se dedica la mayoría de los artistas en el Perú.
En 1975, uno de nuestros mayores artistas, Jesús Ruiz Durand (Huancavelica, 1940), decretó que “la pintura es un arte caduco”. Casi 50 años después difícilmente podría afirmar lo mismo. He visto sus pinturas en el IAC y sus extraordinarias obras cinéticas en Wu. Además, como diseñador, nos ha dado los mejores ejemplos de pintura digital del país.
En realidad no es la pintura sino los pintores los que caducan. Se reiteran y acomodan con el prestigio o la aceptación comercial. Por eso busco siempre en el interior del país donde proliferan artistas talentosos que a pesar de estar marginados por el mercado limeño –o quizás precisamente por eso– constituyen un espléndido ejemplo de lo que podemos hacer.
El concurso más estimulante que he visto en el presente año es uno convocado por la USAT-Chiclayo (Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo). De premios relativamente modestos ha tenido una sorprendente participación de pintores, principalmente norteños y algunos limeños, como José Antonio Gómez Hernández (1970), de merecido prestigio internacional. Entre los seleccionados –aún se desconoce el ganador– he conocido nuevos artistas cuya obra hasta ahora ignoraba. Peor para mí.
Buena parte de ellos ha participado en las contiendas mencionadas sin ser preseleccionados o merecer premio alguno. Ocurre que ellos, más que intentar el “impacto de lo nuevo” (Hughes), se dedican a profundizar el perfeccionamiento del oficio y a replantear tendencias pictóricas del pasado. En los concursos de Lima se hace lo mismo, pero con improvisaciones conceptuales que resultan ajenas a la mayoría de participantes.
En el interior hay artistas consolidados como Rubén Saavedra, (1992) que está preparando una gran muestra para el Museo Metropolitano en el 2024. Es notable y cuenta con coleccionistas en Lima, Estados Unidos y Europa. Vive en Chiclayo y no tiene galería en Lima.
Otros, como el cajamarquino Alexander Dionisio Tongombol Malca, (1989) hace un hiperrealismo que permite recordar a los inicios de Bill Caro, sólo que en su caso suele trabajar sobre cajas de cartón corrugado, soporte con el que añade una nueva dimensión. Sobrevive como maestro en Cajamarca y vende sus obras a través de las redes sociales. Es sobresaliente.
Jesús Víctor Salvador Portuguez (Cañete,1955) estudió en Bellas Artes de Lima, donde fue profesor de dibujo y enseña arte en un colegio. Su trabajo me es respetable, ajeno y difícil de encasillar. Las reseñas lo ubican dentro de un indigenismo de nuestros tiempos, lo que resulta muy ambiguo para un maestro que especula en simbologías de la peruanidad.
Eliminados los concursos en Arequipa y casi nulos en el resto del Perú, está pendiente ver si los gobiernos regionales cumplen con su obligación de promover la cultura y la integración nacional. Como desde el momento de su creación nada han hecho, sólo cabe esperar que la iniciativa privada, como ha hecho la USAT, otorgue los estímulos necesarios a los artistas de todo el país. La mayoría de ellos permanece fiel a su trabajo sin ceder a las tentaciones que ofrecen las contiendas limeñas.