Transportaban humanidad condensada en fotogramas. La idea era contar historias más allá de los grandes salones. Más allá de las ciudades, de las luces de neón. Era un cine que no pedía entradas ni alfombras rojas. Un cine que se desplazaba sobre el rugido de los viejos camiones y de las caravanas. Así atravesó las vastas llanuras de África, los pueblos más lejanos de Europa, los rincones olvidados de Latinoamérica. En el corazón de este cine, el proyectista era héroe y conductor. Mago y mensajero.
Durante la década de 1920, en los valles de Italia comenzaron su marcha por los campos de campesinos iletrados. En la España desgarrada por la Guerra Civil, las Misiones Pedagógicas, cargadas con reflectores portátiles, atravesaron las montañas llevando cine como un bálsamo para mitigar el dolor y la violencia. En América Latina, el cine ambulante se extendió como una ola de luz. En México y en las pampas argentinas, los camiones del Cine Móvil llevaron cultura en movimiento a los pueblos más remotos.
En Cuba, durante la Revolución, el cine ambulante funcionó como herramienta de alfabetización, una forma de rebelión contra el olvido. No solo era un escaparate para las grandes historias de Hollywood: era la única luz cenital en lugares donde reinaba la oscuridad literal y metafórica: el cine como pureza primordial, entretenimiento, cultura, alfabetización y transformación. Lo cierto es que la artista limeña Sonia Cunliffe, buscando la mejor manera de interactuar con la comunidad cubana durante la Bienal de Arte, encontraría al último proyectista.
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Se trataba Alberto Sedeño (84). Oriundo de un pueblito llamado Lugareño, provincia de Camagüey. El hombre es el único sobreviviente de una época donde ellos —soldados de la luz, artesanos de la mirada— vivían en sus carromatos y, bajo el tintineo de las estrellas, recorrieron aldeas y villorios proyectando desde el cine mudo hasta los grandes filmes de autor. La diferencia era que, esta vez, contaría la historia de una operación secreta.
Organizada por la CIA con la colaboración del clero, trasladaría de manera encubierta a miles de niños de la isla a los Estados Unidos bajo el pretexto de que sus vidas estaban en peligro por la imposición del régimen comunista. Niños, entre 6 y 16 años, fueron separados de sus padres, enviados sin compañía adulta a Miami y sin saber qué les deparaba el futuro: de eso trata el videoarte “Operación Peter Pan – De ausencia en ausencia”.
Videoarte en el que Cunliffe remezcla “La manzana perdida” (1964) de Cliff Sollway con la película animada Peter Pan (1953) producida por Walt Disney y proyecta en el carromato, convertido ya en un cine ambulante que los espectadores de la Bienal abordaron masivamente para perseguir las huellas de una historia de ausencia y desarraigo. Un espacio donde, en silencio y asombro, se enfrentaron al reflejo de lo perdido. Y que, en su calidad de atractivo vintage, recorrió las principales arterias de La Habana durante la 15 Bienal de Arte.
Y lo seguirá haciendo durante el 45 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano que va hasta el 15 de diciembre en la capital cubana. El martes 10, espacios adyacentes a Casa de las Américas se convertirán, otra vez, en una preciosa muestra de ecología tecnológica inversa en tiempos de multipantallas: el reflejo de una historia que no solo ilumina el ecran. Porque bajo el hechizo de ese haz luminoso las ausencias se hacen tangibles, la memoria se hace carne y las sombras, al fin, encuentran el espacio sentimental preciso donde perpetuarse.