El destacado artista peruano Carlos Runcie Tanaka (Lima, 1958) falleció la noche del viernes a los 67 años, según confirmaron fuentes cercanas a su familia. En las últimas semanas, su entorno más cercano acompañó un deterioro progresivo de su salud que lo llevó incluso a cuidados intensivos.
La noticia de su partida fue comunicada por amigos y familiares a través de un mensaje profundamente emotivo: “El corazón de Carlos dio su último latido y se sumergió en el mar inmenso donde habitan los cangrejos, los sueños y los ancestros que lo guiaron”. Su círculo más cercano lo describió además como “un artesano de mundos, un observador incansable y un maestro que transformó cada gesto en una enseñanza”.
Ese texto de despedida resume la huella que Runcie dejó en generaciones de artistas: su obra —dicen— queda como “un territorio vivo, un refugio para quienes buscan mirar la vida con más profundidad, con más curiosidad, con más humanidad”.

Un artista entre la filosofía, la cerámica y la espiritualidad
Formado inicialmente en Filosofía en la Pontificia Universidad Católica del Perú, Runcie Tanaka encontró en la cerámica el medio que guiaría su vida. Su viaje a Japón marcó un punto de quiebre: se instaló en un taller silencioso junto al maestro Tsukimura Masahiko, donde absorbió la influencia oriental, la disciplina del trabajo manual y la idea de la creación como camino meditativo y espiritual.
Luego continuó estudios en Italia y Brasil, pero su obra siempre dialogó con las culturas prehispánicas, cuyas formas, texturas y cosmovisiones se filtraron en sus piezas.
De regreso en Lima, instaló desde 1978 un taller de cerámica en su propia casa, espacio que también acogió a estudiantes y jóvenes artistas que encontraron en él a un maestro generoso.

Un legado expuesto en el mundo
A lo largo de su carrera, Runcie exhibió en instituciones del Perú y del extranjero. Fue invitado al MALI, al Museum of Fine Arts Houston, y representó al país en la Bienal de Arte de Venecia, además de participar en dos ediciones de la Bienal de La Habana.
Su obra se caracterizó por un equilibrio entre la materialidad y la espiritualidad, una atención constante al ensayo, al error y a la transformación de la materia como parte del proceso artístico.

Una de sus últimas instalaciones
En 2024, participó en la exposición “Todavía mi nombre es ‘Jorge’”, dedicada a Jorge Eduardo Eielson en la Casa de la Literatura Peruana. Allí presentó una instalación con una gran esfera de cuarzo y conchas marinas, y una monumental tela azul de 130 metros que se extendía entre las columnas de la Estación Desamparados: una pieza que condensaba su vínculo con el mar, el paisaje y la memoria.
Una despedida que resuena
“Su partida deja un silencio hondo, pero también un eco”, escribieron sus amigos. Ese eco —dicen— seguirá moviéndose en quienes lo reconocieron “aún soñando, aún creando, aún volando”.
El arte peruano pierde a una figura central; su legado, sin embargo, permanece como una invitación a mirar el mundo con más hondura y asombro.