El título de la presente columna nada tiene que ver con el clima ni con el verano que se avecina. Tiene relación directa con el hartazgo ciudadano. Calentar las calles del Perú, hoy, es una manera de expresar la movilización de la gente, el ejercicio de su derecho a protestar, que de seguro irá incrementándose en el tiempo.
Pocos se movilizan o reclaman porque el Congreso, ampliamente repudiado, dicta leyes inconstitucionales, como ha venido ocurriendo recientemente. Para el común de los ciudadanos, quienes tienen que buscarse diariamente su sustento trabajando, que haya normas que atenten contra el equilibrio de poderes, el principio de legalidad o el Estado de derecho, los tiene sin cuidado. Tampoco les preocupa que haya un Tribunal Constitucional, llamado a ser garante de que la Constitución se respete, que esté a merced de intereses parlamentarios. La gente, mayoritariamente, no va a protestar por tales razones. Para eso están los entendidos, la academia, los sectores informados, aquellos que defienden la plena vigencia del sistema democrático.
Pero cuando se trata de la vulneración de derechos fundamentales, de aquellos que tienen que ver con la seguridad personal, el ejercicio de derechos a estudiar o trabajar, entonces sí, la gente encuentra motivo justificado para movilizarse, para reclamar. Y eso es precisamente lo que viene sucediendo en el país: ciudadanos que pierden la vida a manos de extorsionadores, sicarios o delincuentes; estudiantes que son injustificadamente reprimidos por demandar el respeto a las normas aplicables a la elección de sus autoridades; o comerciantes que ven amenazado su derecho a seguir desarrollando sus actividades normalmente.
Como es de amplio dominio público, el Congreso, en un acto de audacia que linda con el cinismo, ha modificado la ley sobre la criminalidad organizada, permitiendo que sicarios y extorsionadores sigan cometiendo sus delitos, sin tener mayores costos penales. Si bien el Parlamento lo que ha querido es beneficiar a sus miembros comprendidos en la imputación de crimen organizado, excluyéndolos de dicha investigación, no deja de ser verdad que el efecto pernicioso de la ley ha incrementado la delincuencia, exponiendo la vida de los transportistas y demás gente dedicada a trabajar.
Algo parecido, en sus respectivos ámbitos, ocurre con los estudiantes universitarios para la elección de sus autoridades, y los comerciantes, a quienes se les restringe la ampliación de sus negocios. Ante tales agravios, lo único que queda es protestar, calentar las calles.
El Congreso y el gobierno de Dina Boluarte, debieran tomar nota de que su mayoritaria desaprobación (no se conoce que antes hubiera habido tan altos índices de rechazo como los de ahora), no es un invento periodístico, ni siquiera una maniobra políticamente manejada: es la expresión de una ciudadanía cansada de que, al tiempo de afectársele sus derechos principales, el Estado no cumpla con su deber de resguardar su seguridad y la de los suyos.
No es posible, ahora, anticiparse a advertir la envergadura de la protesta popular, ni su desarrollo. Pero lo que sí es cierto, es que la gente en el Perú ha empezado a calentar sus calles.
*Abogado y fundador del original Foro Democrático.