El continente americano vuelve a captar la atención del mundo. Hay dos rostros y un fenómeno común que viene suscitando dicho interés. Uno está en el norte. Es Donald Trump. El otro en el sur: Nicolás Maduro. Y una relación que, aunque no la reconozcan ninguno de los dos, los vincula estrechamente: su estirpe autoritaria, la cual se manifiesta en el desprecio que ambos tienen por una de las características de la democracia: las elecciones.
Empecemos por nuestra región. Nicolás Maduro acaba de cometer uno de los actos más aberrantes contra el sistema democrático: vulnerar, groseramente, la voluntad popular. Todos sabemos del fraude que se ha llevado a cabo en las elecciones realizadas en Venezuela este pasado domingo 28 de julio. Una inobjetable derrota, Maduro la está pretendiendo convertir en una victoria. Efectivamente, finalizado el acto electoral y a pesar de no haberse procesado todas las actas de sufragio, Maduro se proclamó ganador y, por ello, quiere seguir siendo el presidente de Venezuela. No obstante, la oposición democrática ha exhibido ante el mundo los resultados de la elección que demuestran su incuestionable victoria. El fin de la dictadura chavista entonces está próximo a hacerse realidad, tarde o temprano.
Ante esta anómala situación, los gobiernos de la región y otras partes del mundo, han coincidido en exigir a las autoridades venezolanas transparentar los resultados y exhibir las actas de sufragio. La gente se ha volcado a las calles pidiendo que se respete la voluntad ciudadana.
El régimen venezolano ha adoptado otra aberrante decisión: enfrentar violentamente a su pueblo y reprimirlo hasta doblegarlo para que acepte que Maduro sigue siendo presidente, y con ello hacer realidad la amenaza de que “en Venezuela correrán ríos de sangre”. La estirpe autoritaria de Maduro es elocuente.
Vayamos al norte. Donald Trump ha sido sorprendido por los acontecimientos, como ocurre a veces. Resulta que en un acto que lo enaltece, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha renunciado a su candidatura y por ello ha desistido de tentar su reelección. Su avanzada edad –82 años– y su estado de salud, persuadieron a Biden que debía apartarse de la contienda. Así lo hizo, para sorpresa de muchos, y especialmente de Trump, quien confiaba tener a Biden nuevamente como su contendor y ganarle esta vez, sin necesidad de intentar revertir los resultados de la elección, como lo hizo en la oportunidad anterior, incitando al ataque de sus seguidores al Capitolio (de allí su estirpe autoritaria).
Ahora Donald Trump tendrá que enfrentar una situación electoral radicalmente distinta. Y es que el partido demócrata ha optado por Kamala Harris, la actual vicepresidenta, quien deberá ser oficialmente ungida como tal en la próxima convención nacional.
La contienda electoral en Estados Unidos, entre Donald Trump, blanco, supremacista, homofóbico, racista, y Kamala Harris, mujer, de raza negra, hija de inmigrantes, demócrata, será, sin duda, de antología. No solo por lo que cada uno representa, sino por lo que cada uno diga y cómo lo diga.
*Abogado y fundador del original Foro Democrático