La exposición El buen lugar, de Ramiro Llona, ha llegado a su fin la semana pasada. Desde el 19 de junio hasta el 29 de septiembre, el público tuvo la oportunidad de apreciar una de las muestras de pintura y dibujo más ambiciosas que ha tenido Lima en los últimos años. Sin embargo, no es la primera vez que Llona ofrece un trabajo plástico de gran relieve o dimensiones monumentales. Hace muchos años que el pintor se atreve a incursionar en desafíos creativos que exigen de él la totalidad de su alma. Pinturas de tres o cuatro metros que responden a un esfuerzo heroico y que estallan a través de la fuerza de sus colores y la seducción de sus formas. Si queremos, porque estamos en el Perú, una manifestación épica producto del talento, la determinación y el deseo; ese deseo que el psicoanálisis entiende como la fuerza movilizadora que nos impulsa hacia donde realmente queremos ir. Llona acude a tiempo, hace rato, a esos lugares que su deseo le muestra con distintas señales y los puede plasmar en cada una de sus obras: pinturas, dibujos o esculturas. Un milagro hecho en el Perú.
Milagro porque nuestro país, más allá del romanticismo e idealización de valses criollos como “Contigo Perú”, muchas veces es verdugo de sus propios hijos, cerrándoles las puertas para crecer y conseguir un destino digno. La cultura es un asunto que todavía no se llega a comprender por su auténtico valor de manera transversal en nuestra sociedad. Tradicionalmente, las esferas políticas o los círculos con capacidad de decisión la perciben como subalterna a las necesidades del país. Es difícil hacerles entender que es una manifestación multidimensional que tiene el poder de aportar en la construcción de una nación y en la formación de sus propios ciudadanos. La clave del desarrollo también está en tener ciudadanos de calidad. Hasta ahora no se entiende o no se quiere entender; quizás a algunos no les conviene.
En ese escenario, complejo y hasta desalentador, emergen personajes como Ramiro Llona: hombres y mujeres que, contra viento y marea, se resisten a claudicar o dejarse arrastrar por esa mediocridad endémica que atraviesa el país. Llona, desde el arte, demuestra esa ambición por ver hasta dónde puede llegar. Una batalla que es consigo mismo y que afronta con vigor en cada pincelada que ejecuta en el lienzo. No importa si alguien no comprende los simbolismos de su pintura; tampoco si no le gusta. Siempre existen esas posibilidades: lo esencial es tener la capacidad de apreciar y valorar un trabajo creativo que evidencia la intención de dejar huella y procura trascender. Una obra que el tiempo no derrote.
Quienes conocen a Ramiro Llona saben de su voracidad vital: el pintor se moviliza a lugares físicos o imaginarios que alimentan su espíritu; tránsitos que apelan a encontrar el Santo Grial de la creatividad artística. Hasta ahora no lo ha conseguido y nunca lo hará. Nadie podrá hacerlo, pero él sigue, de forma determinada, la búsqueda de esa utopía. En ese recorrido ha producido incontables expresiones artísticas de su trabajo plástico: pinturas, serigrafías, dibujos o esculturas memorables. La fotografía es también otro espacio de su predilección; ya son conocidas sus fotografías urbanas de Barranco y Nueva York.
Este tipo de impulso lo conduce a explorar nuevas posibilidades desde joven; por eso Nueva York es central en su experiencia de aprendizaje artístico y humano. Un joven Llona que se enfrenta al reto de averiguar de qué está hecho y hasta dónde puede crecer. Contempla en el MoMA varias horas las pinturas de sus admirados Willem de Kooning, Jackson Pollock y Mark Rothko. Piensa y sueña con ellos.
En esta aventura vital y creativa se encuentra, además, su debilidad por la ruta de Piero della Francesca por la Toscana, el maestro del Quattrocento. Y, a pesar de haber hecho esta ruta varias veces, aún no es suficiente; nunca lo es.
Tampoco es suficiente lo que lee: Vargas Llosa, Roth, Ford, Barnes, McEwan o Marías. Y el cine no queda atrás; jamás. Pero hay clásicos como El padrino que se imponen a otros filmes; una película que siempre vuelve a él. Así sigue sus días, sin desatender las obligaciones familiares con su esposa e hijos. Esa casa-taller que habita sigue siendo testigo de que su búsqueda sigue vigente en cada lectura, en cada película que ve y cada vez que enfrenta al lienzo para volcar todo ese mundo interior. Saber de qué tamaño es uno exige mucha fuerza de convicción y paciencia; un desafío que toma toda una vida. Llona continúa en ese recorrido; eso lo define y lo hace distinto.