Para cerrar el círculo de la práctica indefensión de las personas en los procesos judiciales se ha instaurado, hace ya algún tiempo, la usanza de otorgarle a los letrados que concurren a exponer los casos ante las Cortes y los juzgados de la República, sólo cinco minutos para que en ellos formulen el “alegato final”.
Como si en ese tiempo se pudieran resumir todos los temas importantes tratados en el expediente. Como si con ello bastara para que se cumpla con lo establecido tanto en el Pacto de San José como en la Constitución, de conceder a los justiciables –y especialmente a quien se defiende de una acusación penal, pero también de aquel a quien se quiere arrebatar su patrimonio, o quitarle los derechos sobre un menor, o imponerle una sanción administrativa que termina perjudicando su carrera y desarrollo– el derecho a ser oída con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable para la determinación de sus derechos. Ese lapso es totalmente insuficiente para concluir la defensa de un proceso que puede haber demorado muchos años y padecido enrevesados vericuetos.
En buena parte de los casos, el juez o el presidente de la sala está más atento al reloj para dar por terminada la intervención de los defensores, que en concentrarse en los argumentos que este presenta. El número de jueces que no atienden la exposición y que dirigen la mirada a cualquier lugar menos al expositor es descorazonador.
¿Se puede exponer la conclusión de un proceso en 5 minutos? ¿Se puede llamar la atención de los puntos saltantes de la causa en tan corto tiempo, explicando la trascendencia de cada uno de ellos para la solución del conflicto? ¿Se puede desarrollar una explicación suficiente en esa brevedad? Ello no sucede ni en los casos más simples. Como dice el notable profesor español Javier García Roca: “Los juristas debemos tener cuidado con los eslóganes pues todo Derecho reclama matices y se resiste a las simplificaciones” y por eso es imprescindible explicar los unos y escuchar los otros.
Pero si a ello se le suma que se ha tomado la, a mi criterio, inconstitucional costumbre de no atender a los patrocinantes durante el trámite del proceso, entonces el circuito está cerrado.
Partir del presupuesto que todos los jueces leen todos los expedientes es partir de una falacia y de ello no puede resultar una conclusión acertada. Los propios magistrados de todas las instancias se quejan continuamente de la “carga” de trabajo y se excusan en ello para no atender a las partes.
Por ello es que, o se pasan muchos hechos que no se toman en cuenta y que explicados en el contexto son relevantes y tendrían que dar lugar a la aplicación de otras normas distintas a las que hasta ese momento tienen pensadas, o se deja de analizar un mejor derecho propuesto para la solución del caso.
Lo cierto es que nadie conoce más de la causa que los abogados patrocinantes o hasta las propias partes que pueden sufrir las consecuencias de un mal fallo o darse por satisfechos como consecuencia de una buena resolución.
La Corte Suprema debe empezar dando el ejemplo y cumpliendo con este principio constitucional y convencional. Como era hasta no hace mucho, los magistrados, todos y cada uno de ellos, deben dedicar un tiempo a atender al público y a sus abogados en sus propios despachos o salas de diálogo en la Corte o Juzgados y ordenar a las Cortes Superiores y a los jueces que hagan lo mismo.
Hay que superar esta conducta reiterada que es inconstitucional y en el esfuerzo para la solución de este problema deben participar los Colegios de Abogados. ¿Alguno se atreverá?