Perú, año 1978. El Gobierno militar decide dejar el poder. Convoca una Asamblea Constituyente, la cual aprueba una nueva Constitución. Dato relevante: la izquierda, que tuvo alrededor de un tercio de representantes, decide no aprobar la nueva Constitución. Esa decisión implicaba un serio cuestionamiento a la legitimidad de la nueva Carta. Se planea entonces una jugada política maestra: el Gobierno militar devuelve la nueva Constitución porque no se habían recogido los cambios introducidos durante su mandato. Se reúne de inmediato la Asamblea Constituyente y, por unanimidad, es decir, con los votos de la izquierda, acuerda declarar que la nueva Constitución del Perú es la aprobada por los constituyentes. La legitimidad quedó plenamente establecida. Nadie volvió a cuestionar la Constitución de 1979. De eso trata una jugada política maestra: de resolver una situación difícil, ejecutando magistralmente un plan preconcebido.
Pareciera que ahora, en el mundo occidental, hay una jugada política (¿maestra? está por verse), actualmente en curso: terminar con la democracia. Planteada en condicional porque se encuentra en pleno desarrollo. Donald Trump, ejerciendo la presidencia de Estados Unidos, el país más poderoso de la Tierra y cuna del sistema democrático, es el encargado de ejecutarla. Si bien es verdad que la controvertida personalidad de Trump podría explicar algunas de sus insensatas medidas iniciales, el tiempo transcurrido, iniciado el segundo semestre de su primer año de gobierno, permite señalar, verosímilmente, que habría ese plan mayor: las piezas van encajando.
Existe una combinación de medidas de política interna e internacional. La declarada guerra contra los inmigrantes, lesionando derechos de toda índole, incluyendo el desacato de órdenes judiciales, la movilización de la guardia nacional y la invasión de facultades exclusivas de los Gobernadores Estatales, constituye un claro avance destinado a avasallar la institucionalidad democrática norteamericana. Donald Trump está desbaratando el sistema de pesos y contrapesos. En Estados Unidos se ha empezado a considerar seriamente que Trump quiere convertirse en un gobernante autoritario (o acaso un dictador), y que, tarde o temprano, habrá que definir quién manda en el gobierno, si el presidente a su solo criterio, como es la pretensión trumpista, o si hay un balance de poderes.
Las medidas en el escenario internacional no son diferentes. Las primeras destempladas declaraciones expansionistas de incorporar Groenlandia al dominio estadounidense o convertir a Canadá en otro Estado de la Unión, han ido tomando otro cariz. La invocación de la seguridad nacional norteamericana como causal para intervenir territorios extranjeros, sin descartar el uso de la fuerza, es otra muestra de Donald Trump que busca afectar la esencia democrática en occidente. Ni qué decir de cómo viene tratando a la prensa, y a sus tradicionales aliados de Europa, en contraste con los aplausos con los que, alfombra roja de por medio, recibió a Putin.
Lo anterior cobra sentido si se tiene presente lo que la devastadora pandemia del coronavirus produjo en el mundo entero, sin excepciones: nos preparó para lo peor. La humanidad ya está lista.
¿No es acaso Donald Trump y lo que representa, una prueba de que estamos preparados para perder nuestra democracia occidental, sin darnos cuenta de que eso está ocurriendo en la realidad.
*Abogado y fundador del Foro Democrático.