Cuánto quisiera comentar en esta columna algo alentador acerca del Perú. Sin embargo, la realidad es tan apabullantemente adversa que no hay cabida para el entusiasmo.
Un caso concreto: hace poco tiempo, un par de renombrados peruanos deslumbró a millones de personas. Nuestro mundialmente aclamado tenor, Juan Diego Flórez, acompañado de nuestro reconocido músico, Lucho Quequezana, tuvieron cautiva a la audiencia (se calcula que 900 millones de chinos, 30 veces la población del Perú, los vieron en directo por televisión), mientras tocaban las notas de nuestra melancólica canción El cóndor pasa, con ocasión de celebrarse el año nuevo en la China.
Pero esa grandiosa demostración de sensibilidad artística peruana, se vio repentinamente opacada por nuestra cotidiana realidad nacional: ahora, en el Perú, se asesina al doble de personas que un par de años atrás. El número de muertos como consecuencia directa de la inseguridad ciudadana se ha incrementado exponencialmente. El sicariato se ha convertido en un delito de frecuencia espeluznante: cada día, por unos cuantos soles, delincuentes juveniles matan gente por encargo. Se ha conocido que la extorsión, una especie de asalto sin violencia (me pagas lo que te pido o te mato), se ha extendido a toda clase de establecimientos comerciales, grandes y pequeños, y ha llegado hasta los colegios y escuelas en los que estudian niños y adolescentes. Es verdad que esto no es nuevo, que la delincuencia en el país siempre ha existido, pero no deja de ser igualmente cierto que el aumento de la criminalidad está próximo a descontrolarse.
Mientras esto ocurre en la cruda realidad, las autoridades llamadas a que no suceda, al tiempo de cuestionar la dimensión de su existencia, se defienden diciendo que están haciendo lo suyo, cumpliendo con su trabajo: desplegando su aguda inteligencia y preparando estrategias efectivas que aniquilarán al crimen. Algo parecido a lo que el desorientado alcalde de Miraflores sigue imaginando para que el puente hacia el distrito de Barranco, sobre la Quebrada de Armendáriz, quede listo para que la gente disfrute del sol frente al mar, ahora que el verano termina, sin que se haya construido nada. Y a la inmensa grúa instalada en la pista, impidiendo el tránsito, le acaban de robar el motor. Kafka revivido.
Es difícil entusiasmarse con un país a la deriva como el Perú que dice gobernar Dina Boluarte. Más difícil aún, es confiar que algo de lo que dramáticamente vivimos los peruanos cambiará si el otro directo responsable del desastre, el Congreso, hace algo diferente a lo que ha venido haciendo: dictar leyes en su beneficio que terminan favoreciendo a la delincuencia. Y después, hablan de pena de muerte: ¿quién los entiende? Por eso, la ciudadanía no se equivoca: la inmensa mayoría, nueve de cada diez peruanos, desaprueba a Dina Boluarte y al Parlamento. La contundente marcha por la salida del ministro del Interior así lo demuestra.
En este clima de descalificación generalizada, es difícil saber qué nos deparará el futuro. Pero hay algo previsible: habrá elecciones. Lo más probable es que surjan los extremos polarizados y ambos eliminen al centro. Exactamente lo que no hay que hacer.
*Abogado y fundador del Foro Democrático *